Cuestión de prejuicios
Cuando ocurrió la censura a la visita de Benedicto XVI a la Universidad La Sapienza de Roma me pareció evidente que se trataba de un hecho con el que las distintas personas, sea cual fuere su fe o su ideología, se iban a solidarizar con el Papa. Es decir, es evidente que quien se llame a sí mismo liberal o tolerante –dos calificativos que difícilmente pocos rechazarían hoy en día– iba a considerar como inaceptable que se prive a alguien de expresar sus ideas en público en forma pacífica. Sin embargo, me ha sorprendido leer opiniones totalmente contrarias a tal suposición.
Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, una lograda novela que es una metáfora de la historia de la separación de Panamá de Colombia, escribe algo semejante a partir de la frustrada visita papal al claustro académico. Vásquez escribe en El Espectador (26/1/2008) que el Papa aboga por una democracia católica y que la Iglesia le tiene miedo al laicismo.
Lo primero es tan absurdo que me lleva a pensar que quizás no ha leído la Encíclica Spe Salvi, y quizás por eso escribió mal el nombre de la misma. Pero además, seguramente no habrá leído algunos documentos del Magisterio de la Iglesia –entre ellos el Concilio Vaticano II– que sostienen precisamente lo contrario, esto es, que la Iglesia no recomienda ninguna fórmula política específica pues no es su tarea. Éste punto precisamente lo recordó recientemente Benedicto XVI tanto en Deus Caritas est como en Jesús de Nazaret.
Sobre lo segundo quizás acierta el novelista. La Iglesia le teme al laicismo, al laicismo en su versión actual beligerante e impositiva, un laicismo que tiraniza al ser humano porque excluye la religión del ámbito público, porque se funda en la creencia ilustrada en el progreso humano basado exclusivamente en la razón, una razón que por lo demás está sesgada e ideologizada pues renuncia de plano a argumentos de carácter metafísico, y con ello promueve una concepción del hombre falsa y recortada. La Iglesia le teme al laicismo, más no a la laicidad.
Pero más allá de la crítica a Ratzinger, Vásquez dirige sus dardos contra el discurso que plantea que la religión es necesaria en la vida social, y que su ausencia lleva a males mayores. “Yo no recuerdo a un ateo que haya matado a otro ser humano por no serlo también”, escribe. Quizás la lectura de obras de literatura –que es su ámbito profesional– le ha llevado a desconocer libros de historia del siglo XX, en los cuales se pone de manifiesto que tanto el comunismo, el fascismo y el nacionalsocialismo -totalitarismos responsables de la muerte de millones de seres humanos- se convirtieron para sus seguidores en una suerte de religiones civiles –"religiones políticas" las llama Burleigh–. Tal fenómeno se estructura precisamente a partir de la asunción de una postura nihilista ante la realidad, de una concepción atea de la existencia, a partir de la cual, como escribió Dostoyevsky, “si Dios no existe, todo está permitido”.
Con una erudición que poco aporta a los argumentos que sostiene, Víctor Arteaga Villa escribió en El Mundo (24/1/2008) que Galileo ha vuelto a ganar (¿?), ésta vez frente a Joseph Ratzinger. El profesor no nos explica porqué, pues quizás ignora que en el citado discurso por los profesores que se opusieron a la visita, la referencia en la que se apoyaron los docentes no era del hoy Benedicto XVI sino del filósofo de la ciencia Feyerabend. Pero no es así. Sí lo menciona, pero no saca las consecuencias de ello. Apunta además que la historia ha reivindicado la verdad. ¿Cuál? ¿Acaso desconoce Arteaga Villa que el Vaticano reivindicó al científico italiano? Sí lo menciona, pero no saca las consecuencias de ello.
Como la diatriba tiene por pasajes el tono de una falacia ad hominem, el autor recuerda que Benedicto XVI sirvió en las Waffen SS, un dato que hoy a pocos les produce escándalo dado que en el contexto de la época, se trató de una cuestión poco voluntaria como él mismo lo ha relatado (La sal de la tierra, Palabra, 1997). Y como se trata de justificar el rechazo de un Pontífice que no es de su agrado –después de casi 3 años de ocurrido el Cónclave, Arteaga Villa parece seguir doliéndose de que Carlo María Martini no haya sido el sucesor de Juan Pablo II–, no menciona que ése mismo joven alemán estuvo durante más de un mes en un campo de concentración de los aliados en Bad Aibling.
Las posturas de éstos dos destacados columnistas me dejan la sensación de que mientras se trate de la Iglesia y del Papa, la discusión no se plantea con base en argumentos racionales y razonables, sino a partir de prejuicios, y con ellos no solo se desinforma a muchos incautos, sino que se termina en un diálogo de sordos. Curiosamente, en el discurso que iba a pronunciar en La Sapienza, el Papa reivindicó la necesidad de la verdad.
Arequipa, 26 de enero de 2008.
(Publicado en El Mundo, Medellín, 29 de enero de 2008).
Cuando ocurrió la censura a la visita de Benedicto XVI a la Universidad La Sapienza de Roma me pareció evidente que se trataba de un hecho con el que las distintas personas, sea cual fuere su fe o su ideología, se iban a solidarizar con el Papa. Es decir, es evidente que quien se llame a sí mismo liberal o tolerante –dos calificativos que difícilmente pocos rechazarían hoy en día– iba a considerar como inaceptable que se prive a alguien de expresar sus ideas en público en forma pacífica. Sin embargo, me ha sorprendido leer opiniones totalmente contrarias a tal suposición.
Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, una lograda novela que es una metáfora de la historia de la separación de Panamá de Colombia, escribe algo semejante a partir de la frustrada visita papal al claustro académico. Vásquez escribe en El Espectador (26/1/2008) que el Papa aboga por una democracia católica y que la Iglesia le tiene miedo al laicismo.
Lo primero es tan absurdo que me lleva a pensar que quizás no ha leído la Encíclica Spe Salvi, y quizás por eso escribió mal el nombre de la misma. Pero además, seguramente no habrá leído algunos documentos del Magisterio de la Iglesia –entre ellos el Concilio Vaticano II– que sostienen precisamente lo contrario, esto es, que la Iglesia no recomienda ninguna fórmula política específica pues no es su tarea. Éste punto precisamente lo recordó recientemente Benedicto XVI tanto en Deus Caritas est como en Jesús de Nazaret.
Sobre lo segundo quizás acierta el novelista. La Iglesia le teme al laicismo, al laicismo en su versión actual beligerante e impositiva, un laicismo que tiraniza al ser humano porque excluye la religión del ámbito público, porque se funda en la creencia ilustrada en el progreso humano basado exclusivamente en la razón, una razón que por lo demás está sesgada e ideologizada pues renuncia de plano a argumentos de carácter metafísico, y con ello promueve una concepción del hombre falsa y recortada. La Iglesia le teme al laicismo, más no a la laicidad.
Pero más allá de la crítica a Ratzinger, Vásquez dirige sus dardos contra el discurso que plantea que la religión es necesaria en la vida social, y que su ausencia lleva a males mayores. “Yo no recuerdo a un ateo que haya matado a otro ser humano por no serlo también”, escribe. Quizás la lectura de obras de literatura –que es su ámbito profesional– le ha llevado a desconocer libros de historia del siglo XX, en los cuales se pone de manifiesto que tanto el comunismo, el fascismo y el nacionalsocialismo -totalitarismos responsables de la muerte de millones de seres humanos- se convirtieron para sus seguidores en una suerte de religiones civiles –"religiones políticas" las llama Burleigh–. Tal fenómeno se estructura precisamente a partir de la asunción de una postura nihilista ante la realidad, de una concepción atea de la existencia, a partir de la cual, como escribió Dostoyevsky, “si Dios no existe, todo está permitido”.
Con una erudición que poco aporta a los argumentos que sostiene, Víctor Arteaga Villa escribió en El Mundo (24/1/2008) que Galileo ha vuelto a ganar (¿?), ésta vez frente a Joseph Ratzinger. El profesor no nos explica porqué, pues quizás ignora que en el citado discurso por los profesores que se opusieron a la visita, la referencia en la que se apoyaron los docentes no era del hoy Benedicto XVI sino del filósofo de la ciencia Feyerabend. Pero no es así. Sí lo menciona, pero no saca las consecuencias de ello. Apunta además que la historia ha reivindicado la verdad. ¿Cuál? ¿Acaso desconoce Arteaga Villa que el Vaticano reivindicó al científico italiano? Sí lo menciona, pero no saca las consecuencias de ello.
Como la diatriba tiene por pasajes el tono de una falacia ad hominem, el autor recuerda que Benedicto XVI sirvió en las Waffen SS, un dato que hoy a pocos les produce escándalo dado que en el contexto de la época, se trató de una cuestión poco voluntaria como él mismo lo ha relatado (La sal de la tierra, Palabra, 1997). Y como se trata de justificar el rechazo de un Pontífice que no es de su agrado –después de casi 3 años de ocurrido el Cónclave, Arteaga Villa parece seguir doliéndose de que Carlo María Martini no haya sido el sucesor de Juan Pablo II–, no menciona que ése mismo joven alemán estuvo durante más de un mes en un campo de concentración de los aliados en Bad Aibling.
Las posturas de éstos dos destacados columnistas me dejan la sensación de que mientras se trate de la Iglesia y del Papa, la discusión no se plantea con base en argumentos racionales y razonables, sino a partir de prejuicios, y con ellos no solo se desinforma a muchos incautos, sino que se termina en un diálogo de sordos. Curiosamente, en el discurso que iba a pronunciar en La Sapienza, el Papa reivindicó la necesidad de la verdad.
Arequipa, 26 de enero de 2008.
(Publicado en El Mundo, Medellín, 29 de enero de 2008).
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