La tolerancia en serio
No son buenos días para las libertades. Humoristas a quienes les prohiben ciertos chistes (Chile), diseñadores que pierden millonarios contratos por un comentario en un bar (Francia), rectores que renuncian sin posesionarse por aludir a anomalías (Uruguay).
Pero no sólo pasa afuera. Acá un internauta irá a prisión por dejar en la web comentarios irresponsables, y no hace mucho un sacerdote estuvo a un paso de la cárcel por predicarle a sus fieles lo que su religión enseña.
Estos casos tienen en común el juicio implacable, y acaso desmedido de quien se sintió discriminado. Algunos lo atribuyeron al odio, como si éste fuera un sentimiento fácil de identificar. Se parecen también en que el poder político y judicial consideraron que la cárcel era la mejor forma de reparar, resocializar y castigar al delincuente.
Más allá de lo anecdótico, ¿es razonable considerar el racismo, la xenofobia y las creencias que otros juzgan ofensivas como delitos?
La discriminación es un cáncer para las sociedades modernas. Afrodescendientes, inmigrantes, judíos, homosexuales, mujeres, creyentes y discapacitados son día a día blanco de odios y otras formas de violencia. No todos del mismo modo y no siempre sistemáticamente. Pero advirtamos que no todos los actos de discriminación son injustos ni traen consigo expresiones de odio. Discriminar es seleccionar excluyendo, según la RAE. Y odiar no es lo mismo que discrepar.
Convengamos también que debemos empeñarnos más en rechazar la discriminación injusta y arbitraria. La dignidad humana y la igualdad son las mejores razones para hacerlo. Las virtudes cívicas y las acciones afirmativas, formas sensatas de promover una cultura ciudadana de tolerancia y respeto que disuada a los que discriminan.
Como esto toma tiempo y requiere esfuerzos colectivos, nuestros políticos resolvieron ir por el atajo: la ley antidiscriminación expedida en 2011 por el Congreso y sancionada por un Presidente que se dice liberal ordenó sancionar con cárcel y multas a quienes emitan expresiones que sean interpretadas por los afectados como discriminatorias o contentivas de odio.
Otra ley para nuestro ya abultado ordenamiento que asume que los problemas culturales se resuelven punitivamente. Pero además, esta versión criolla de las leyes contra delitos de odio es tiránica: señala un elenco de cosas que no se pueden pensar ni decir públicamente.
Mill, liberal de veras, advertía que el consejo, la instrucción, la persuasión y el aislamiento son las únicas medidas por las cuales puede la sociedad, justificadamente, expresar la desaprobación de una conducta. Disuadir al irresponsable y reprochar socialmente a quienes discriminan no sólo es más eficaz que el punitivismo penal, sino que además son prácticas sociales que fomentan una cultura tolerante.
Una cultura de la libertad no está exenta de personas que la usen para denigrar e insultar. O simplemente, para disentir. No obstante, “una sociedad democrática que cree en la libertad no debe poner limitaciones para las ideas, ni siquiera para las más absurdas y aberrantes”, escribió Mario Vargas Llosa cuando el Parlamento Europeo penalizó la negación del Holocausto.
Encarcelar y multar a quienes dicen exabruptos o simplemente disienten va en contraría del ideario liberal de la Constitución de 1991. Prueba además nuestro fracaso colectivo en generar una cultura política que acepta las diferencias, por profundas que sean.
La Corte Constitucional tiene la oportunidad de mostrar que se toma en serio la tolerancia declarando que la Ley Antidiscriminación es inconstitucional.
Publicado en El Espectador, 24 de julio de 2014, p. 31.
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