Buda blues, de Mario Mendoza
Confieso que mi memoria me jugó una mala pasada, y por eso leí este libro. Me explico. Alejandro Gaviria había escrito en El Espectador (3/5/2009) una devastadora crítica de Buda Blues, denunciando básicamente la falta de ironía y la mala factura de su crítica social. Cuando leí la columna recuerdo haber decidido no leerlo nunca, pero olvidé el título del libro, y más aún, el enlace con el nombre del autor. Sólo cuando iba en la mitad recordé el artículo. Era demasiado tarde, mi disciplina lectora me llevaron hasta el final.De un libro que se presenta como una novela de crítica social uno espera que al menos ésta sea inteligente. Algo de agudeza, de precisión en los hechos que se denuncian, pues ya el propósito de hacer de una novela una crítica social es sospechoso: puede tomarse como un panfleto político. Parafraseando a Juan Gabriel Vásquez, la mejor novela social es la que demuestra que la novela como instrumento sigue siendo capaz de echar luz sobre el mundo, pero sobre todo la que resuelve sin demasiada alharaca la supuesta incompatibilidad entre política y literatura. En otras palabras: la que llega a lo social de lado, no de frente; la que lo mira a través de su reflejo, no directamente (El arte de la distorsión, 2009, pp. 105-106).
Sin embargo, la más reciente novela de Mario Mendoza, Buda Blues, es una suerte de elogio a la denuncia del ciudadano de a pié que siente que todo va mal, pero no sabe porqué, y que ante tal desconcierto y la ausencia de sentido común, termina por convencerse de que todo es atribuible a “La Cosa”. Así es. “La Cosa”, con mayúscula, una especie de gran monstruo malévolo que todo lo controla, que oprime a los seres humanos y cuyo rostro más perfecto es el Estado y todo lo que represente el poder. La descripción sería cómica si no fuese porque Vicente, al enterarse de que dicho credo era profesado por su tío Rafael, al cual tiene que ir a reconocer en la morgue, se hace un converso del mismo con pasión religiosa.
La historia se desarrolla a partir de sucesivas cartas que se intercambian dos buenos amigos. Vicente, el profesor de Sociología, y Sebastián, el aventurero, tienen en común que son dos jóvenes insatisfechos que no saben qué hacer con sus vidas, y cuya búsqueda de sentido linda con lo inverosímil. Aunque una novela es una obra de ficción, uno esperaría relatos menos postizos. Además, los dos viven situaciones cuya lógica supera todo límite (¿de dónde sacan el dinero para vivir (además viajar) sin trabajar?). También hay personajes y situaciones cuyo desenlace es incierto, como si hubieran sido olvidados por el autor (¿qué pasó con Pedro?).
Más allá de las abundantes carencias literarias de la novela de Mendoza, voy a intentar una breve crítica política, en consonancia con la pretensión de la obra de ser una denuncia social y un “desgarrador aullido contra la sociedad y la especie” como se presenta.
Como se puede entrever, la existencia de “La Cosa” encuentra justificación en una suerte de marxismo posmoderno del que se enamora el profesor de sociología: “el tío Rafael, el único pariente con el que yo había sentido alguna vez empatía de verdad, una identificación intelectual y vital, había dedicado su vida entera a combatir esa telaraña en la que casi todos caemos atrapados tarde o temprano. Un guerrero secreto y agazapado, un héroe de nuestro tiempo, un soldado librando batallas invisibles. Como si esto fuera poco, en los últimos renglones quedaba claro que se había suicidado para ser dueño de su muerte, para elegir el día y la hora, para mantener a los demás a raya, para evitar que la debilidad física y la flaqueza de la enfermedad lo derrotaran y lo obligaran a caer en brazos de La Cosa. Semejante actitud me despertó una admiración irrestricta” (pp. 38-39).
Pues bien, el héroe de nuestro tiempo lleva una vida de indigente, es decir, nuestro héroe vive desarrapado, sucio y ello por voluntad (o táctica) propia. Pero, oh romanticismo, ¡es un sabio!: tiene el mérito de vivir con un libro bajo el brazo. Es una suerte de buen salvaje ilustrado que, para combatir a “La Cosa” (insisto que no es una broma), recurre a actos de sabotaje. Obviamente, luego de su muerte es recordado como una suerte de mesías y sus seguidores le rinden culto a su breve testamento intelectual, cual biblia de la religión de los émulos del “Unabomber” criollo.
Sin embargo, no estamos ante la inconformidad del guerrillero de otrora que se rebela contra un Estado ilegítimo. Ni siquiera ante un militante que pretende reconstruir el mundo mediante espectaculares y brutales actos de terror. A pesar de lo deleznable de tales propósitos, es indudable que tanto guerrilleros como terroristas actúan políticamente en vistas a un ideal. El prototipo del guerrero de Buda blues es una emulación de soldado atrapado por un narcisismo nihilista, vago, superficial y de sensibilidades fingidas, cuyo patetismo es evidente.
La crítica de la novela de Mendoza es simplista, insulsa y por lo tanto, inocua. Contiene un discurso social –llamado “anarcoprimitivismo”– en el que el ser humano carece de toda responsabilidad con el entorno pues todo está orquestado maquiavélicamente para oprimirlo. Nada puede cambiar, “La Cosa” ya ganó la guerra. Como consecuencia, el individuo no es libre, está preso del sistema, del establishment.
De allí que, como los protagonistas han denigrado sistemáticamente de su libertad y la capacidad de cambiar las cosas, la idea de que puedan encontrarle sentido a sus vidas vinculándose a actividades de beneficencia ligadas a la cultura se hace imposible de creer, pues finalmente, el nihilismo vago sólo conduce a nada.
Bogotá, 23 de julio de 2009.
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