Rebeldes, románticos y profetas. Un adelanto
En 2019 se cumplieron 90 años del nacimiento de Camilo Torres Restrepo, el sacerdote que en 1965 colgó su sotana y se unió a la guerrilla del ELN. El balance sobre su obra y su legado no puede ser más contradictorio, pues de un lado, una decena de personas que lo conocieron con las que conversé, coincidieron en que se equivocó al tomar las armas, opinión compartida por su principal biógrafo, para quien Camilo “fracasó” (Broderick, 2013, p. 12). Asimismo, un connotado historiador advierte que “su legado simbólico es devastador” pues alimentó “cierto destino de falsa fatalidad para la nación: esa supuesta imposibilidad del reformismo que le da entonces luz verde a la revuelta armada” (Posada Carbó, 2006, p. 241).
Pero de otro lado, al hacer un balance sobre su vida, un reconocido sacerdote e intelectual público sostenía que Camilo se embarcó en una “guerra justa” (Giraldo, 2016) y el arzobispo de la tercera ciudad del país interpretaba su ingreso a la guerrilla más como “una obra de misericordia (…) que (como) una acción de guerra con un adversario” (Monsalve, 2016). Y a propósito de los 50 años de su muerte, en 2016 se exhibió en Bogotá la obra “Camilo”, del Teatro La Candelaria, que presentaba al cura guerrillero como un bienintencionado revolucionario sojuzgado por las autoridades eclesiásticas. Era, sin duda, un buen resumen de su mito y una prueba más de que este sigue vigente.
¿Qué explica este juicio tan dispar acerca de la vida del primer sacerdote latinoamericano que se volvió guerrillero? ¿Qué influencia tuvo la fe cristiana en él y en otros que tomaron un camino similar? ¿Qué ideas motivaron a quienes sin empuñar un fusil justificaron la violencia y a quienes, por el contrario, se opusieron a hacer un pacto con el diablo –como llama Weber el uso de la violencia–?
La violencia que alumbraría cambios sociales y trasformaciones estructurales, lo sabemos bien cinco décadas después que se ponen de lado juveniles nostalgias revolucionarias, justificó ideológicamente una revolución que no fue, pero cuya posibilidad, sueño o tentativa explica parte de la tragedia del país tanto de las últimas décadas –guerrillas y paramilitares– como de la que la precedió –violencia política partidista–. La violencia se convirtió en un significante vacío, la empleaban los críticos del sistema –grupos pequeños pero influyentes– (Melo, 2017) para denunciar una violencia estructural o institucionalizada, y a ella también aludían los críticos de la utopía armada. De allí que “de todas las palabras en boga a finales de los años sesenta –decía un historiador inglés–, “violencia” es casi la que más está en la avanzadilla de la moda y, a la vez, la más carente de significado” (Hobsbawm, 2017, p. 294).
La rebeldía frente a los paradigmas vigentes venía acompañada, paradójicamente, de una confianza casi mítica en sus sustitutos, en una época en la que la imagen del guerrillero no evocaba la de un bandolero, un delincuente y menos la de un terrorista, sino la de alguien que comprometía su vida en la lucha por una sociedad más justa (Santos Calderón, 2018). Así, la lucha armada, vista como sofisticada y representativa del honor, la valentía y la entrega, convivía con creencias tan peregrinas como el augurio formulado en un libro sobre la economía colombiana según el cual en 1970 “caería el capitalismo” (Beltrán, 2002, p. 176). Las boinas, los fusiles al hombro y los camuflados estaban tan idealizados que en la guerrilla tenían identificados a los “oportunistas”: gente que subía al monte y después bajaba para darse ínfulas, para que la apreciaran y la respetaran porque había ido a la guerrilla y podía decir que estaba en el ELN (Claux Carriquiry, 2011).
En aquel contexto, la opción por las armas o por la ley y las instituciones republicanas representaba un dilema para quienes se debatían entre la vía revolucionaria o la vía reformista, un dilema personificado en la realidad latinoamericana en las figuras de Salvador Allende y del Ché Guevara, iconos a su vez de las dos izquierdas latinoamericanas que después de la Revolución cubana se abrirían camino. La primera, una izquierda “blanda”, cuyos orígenes racionalistas estaban en la teoría marxista y el comunismo, que devendría en moderada, globalizada y democrática –llamada también hace unos años “vegetariana”– y que adquirió forma institucional en partidos socialdemócratas de Chile, Brasil, Uruguay y El Salvador.
Y de otro lado, una izquierda “dura”, cuyos orígenes románticos y reaccionarios estarían en el catolicismo, el populismo y la revolución cubana (Castañeda, 2019) y cuyos epifenómenos serían, entre otras, las guerrillas –sandinistas, montoneros, elenos– que pretendieron conciliar la cruz con la hoz. Mientras aquellos, más pragmáticos, depondrían las armas y optarían pronto por la vía institucional –llegando al poder en varios países–, estos por el contrario, más contestatarios, hoy sólo exhiben como trofeo la revolución sandinista de 1979.
Para discutir la responsabilidad política, moral e intelectual de los sacerdotes, políticos e intelectuales en los orígenes del conflicto armado propondré, en el capítulo 1, un análisis de ciertos acontecimientos y declaraciones representativos del espíritu de los debates de los sesenta y los setenta desde la óptica de la responsabilidad de sus actores y en especial, de la iglesia católica. Luego, en los capítulos 2, 3 y 4, propondré una tipología que identifica tres grupos de actores del debate público sobre la legitimidad de la violencia político–religiosa: los rebeldes –que harían parte de la primera categoría–, los románticos –que encajarían en la segunda– y los profetas –que corresponderían a la tercera. En el capítulo 5 planteo cómo se dio en la iglesia el tránsito de las teorías de la guerra justa al peacebuilding, para arribar al epílogo donde se intenta dar respuesta al problema de la paradoja colombiana de ser un país mayoritariamente religioso y altamente violento.
En efecto, muchos sacerdotes, según un cronista de aquella época, “habían llegado a la conclusión de que la única solución viable para el cambio radical que necesitaba el continente era la lucha armada” (Restrepo, 1995, p. 87). El caso de Camilo Torres conmocionó los cimientos de una sociedad mayoritariamente católica que atravesaba un acelerado proceso de secularización, pero además, su vida y obra muestran cómo las ideas dominantes de la época legitimaron la violencia (Posada Carbó, 2006).
Ahora bien, más allá del “efecto Camilo” en América Latina y de los pormenores de una vida profundamente contradictoria como la suya (Broderick, 2013; Lüning, 2016) cuya narrativa memorística está enmarcada más en el mito que en la historiografía, el caso de los rebeldes evidenció una paradoja: que la violencia tuviera influyentes justificaciones teóricas en un país que vivía en democracia, y que la lucha armada se justificara con argumentos religiosos en un país donde la religión mayoritaria tenía una especial protección constitucional (Prieto, 2009) en función de su tradicional rol moralizador y social.
Aunque mi foco son las décadas del sesenta y setenta, la perspectiva del trabajo no es historiográfica. Propondré un diálogo entre la historia y la teoría política, esto es, entre los hechos y la interpretación crítica de los mismos, no –como advierte Walzer (1993)– con el ánimo de atribuir una suerte de castigo retributivo por los crímenes pasados, sino más bien como un ejercicio crítico que mira hacia el pasado con la intención de que la discusión acerca de ese pasado tenga una resonancia futura y que el problema de la responsabilidad moral, política e intelectual (Judt, 2014) haga parte de las narrativas sobre el conflicto armado que el país está elaborando.
Parte de nuestra tragedia como nación se explica porque ante la innegable y dramática ausencia de Estado en tantos rincones del territorio que hemos padecido y por consiguiente, la fragilidad del contrato social entre los ciudadanos y sus autoridades e instituciones, con mucha frecuencia sectores de derecha han invocado el “sagrado derecho a defenderse” mientras que sectores de izquierda han apelado al “derecho a la rebelión” para tomar las armas. Es decir, unos y otros han encontrado en tales fórmulas la justificación moral e intelectual para la violencia política. Y siguen haciéndolo, aunque quizás de modo menos explícito y organizado, pero no por ello, menos inquietante.

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