Soles y nubarrones en la frontera

Que los Estados no tienen amigos permanentes ni enemigos perpetuos sino intereses permanentes y perpetuos, como dijo en el siglo XIX Lord Palmerston, se acaba de comprobar en la relación entre Colombia y Venezuela, pues sus mandatarios decidieron privilegiar sus intereses domésticos dejando de lado la relación de buena vecindad que Santos restableció al día siguiente de su posesión en 2010 y que Maduro heredó de Hugo Chávez.

Así, la política bilateral se trasladó al ajedrez político interno dejando como daño colateral una crisis humanitaria sin precedentes en la frontera: alrededor de 1100 ciudadanos colombianos deportados que están viviendo en improvisados albergues luego de que sus precarias viviendas fueran reubicadas o demolidas por la Guardia Nacional, y cientos más hayan comenzado un éxodo preventivo ante el temor de que el anticolombianismo bolivariano traiga consigo más arbitrariedades.

Y es que en 2012, Juan Manuel Santos y Hugo Chávez Frías sellaron un pacto de no agresión verbal que propició una relación de buena vecindad caracterizada por “hacerse pasito”. A Colombia, ello le dio un lugar no vergonzante entre los países del Alba y Unasur, superando la etapa de confrontación abierta del Gobierno de Álvaro Uribe justificada en la connivencia de la izquierda latinoamericana –sobretodo de Venezuela y Ecuador– con la guerrilla de las FARC.

A Venezuela, por su parte, el pacto le dio un respiro de legitimidad pues Colombia se comprometió a no cuestionar públicamente su proceso de “cubanización”, que incluye elecciones manipuladas, presos políticos, persecución a la oposición, expropiaciones – incluso de empresas colombianas–, represión de las protestas estudiantiles y liquidación de la separación de poderes. Este respiro de legitimidad internacional quedó ratificado con la designación de Venezuela como país garante del proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC en La Habana. 

Sin embargo, esta semana se rompió el pacto de no agresión verbal que funcionó durante cinco años entre ambos Gobiernos. ¿Por qué? De parte de Venezuela, porque con una economía al borde del colapso, a meses de unas elecciones que las encuestas vaticinan con una estruendosa derrota del oficialismo, unos colectivos bolivarianos fuera de control, pero sobre todo, con una guerra en la frontera entre el cartel de los Soles (Ejército) y el cartel de la Guajira (Guardia Nacional) por la disputa no sólo de la droga sino del contrabando de gasolina, Nicolás Maduro corrió una cortina de humo para controlar la situación. Por ello decretó el estado de excepción en cinco municipios del estado Táchira y el cierre de la frontera, por ahora, indefinido. 

Pero un gobierno autoritario que cada día luce más como una dictadura no sólo requiere poder duro, sino también poder blando. La cortina de humo vino con un discurso xenófobo contra los colombianos, quienes, según él, huyen de la miseria en Colombia y llegan a Venezuela, donde “hay trabajo, salud pública, la misión alimentación, amor, solidaridad y patria de verdad”. Reiterar una retórica que raya en lo cómico parece ser un recurso desesperado para evitar que un pueblo sin libertades y cada vez más empobrecido se pregunte si le esperan décadas de revolución socialista hasta emular por completo a la isla caribeña.
Aunque de otro modo, Colombia también contribuyó a poner fin al pacto de no agresión verbal con su vecino. A pesar de las presiones desde Venezuela, el Presidente Santos autorizó hace unos días las extradiciones a Estados Unidos de Gersaín Viáfara Mina, alias ‘Eliseo’ y Óscar Hernando Giraldo Gómez, presuntos narcotraficantes que podrían ayudarle a la justicia norteamericana a esclarecer los vínculos de altos funcionarios del chavismo con el tráfico de drogas. Léase, Diosdado Cabello (presidente de la Asamblea Nacional), su hermano, Tarek El Aissami (gobernador del estado Aragua), entre otros. 

Así las cosas, el cierre de la frontera parecería ser la cuenta de cobro de Miraflores a una decisión que en Colombia es discrecional del Presidente de la República y en la que la Corte Suprema de Justicia sólo interviene para verificar los requisitos formales.

En Colombia también operaron factores políticos internos. Santos se vio obligado a escalar su lenguaje hacia el Gobierno venezolano, dejando de lado años de silencio o de declaraciones intrascendentes, y puso en marcha una ofensiva diplomática contra Venezuela que incluye el llamado a consultas del Embajador en Caracas y  la denuncia de las arbitrariedades del régimen bolivariano ante organismos internacionales como Unasur, la OEA y la ONU, pues la actitud condescendiente con Maduro es muy impopular entre los colombianos. Dos ejemplos: el pasado viernes, un sondeo de la emisora radial La FM mostraba que el 83% estaba en desacuerdo con la forma como el Gobierno había manejado la crisis fronteriza. Y según el Gallup Poll, la impopularidad de Nicolás Maduro entre los colombianos es del 90%, promedio en el que se ha mantenido en los últimos años.

Santos y Maduro reviven ahora los otrora frecuentes enfrentamientos entre Uribe y Chávez. Parecería que la historia fuera circular. 

Publicado en Gazeta do Povo, Curitiba, 30 de agosto de 2015. 

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