Cinismo contra perfeccionismo
¿Qué males menores puede cometer una sociedad cuando cree que se enfrenta al mal mayor de su propia destrucción?, se preguntaba Michael Ignatieff tres años después del 11 de septiembre en su libro El mal menor. Así, el profesor de Harvard terciaba en el debate suscitado por la vulneración de derechos que produjeron las medidas de seguridad implementadas por el Gobierno Bush. ¿Debía prevalecer la seguridad nacional para prevenir otro ataque terrorista, o debían protegerse los derechos individuales aunque ello pusiera en riesgo la seguridad?, era el dilema.
Las cartas entre el Procurador Ordóñez y el Presidente Santos acerca de la justificación legal de los viajes de Timochenko a La Habana hacen oportuno recordar este debate pues, parafraseando a Ignatieff, con la autorización de tales viajes, la cuestión en juego es si la derogaciones del ordenamiento jurídico en situaciones de emergencia protegen o ponen en peligro el Estado de Derecho.
Para saberlo, apliquemos su test: para que estas excepciones no destruyan las normas, deben ser temporales (¿lo fueron?), estar justificadas públicamente (¿un asunto que suscitó tantas preguntas debió ser despachado con dos frases en un discurso y una escueta carta?) y ser utilizadas como último recurso (¿no había un mecanismo para facilitar la comunicación entre líderes de la guerrilla que no produjera tantos inconvenientes institucionales?).
Las misivas del Procurador cuestionaron el soporte jurídico de tales viajes y el papel del Estado en los mismos. La respuesta del Presidente fue desconcertante: vagas referencias a unos artículos constitucionales que, al releerlos, permiten concluir que el Procurador tenía la facultad de preguntar. Y que, más bien, aún no es claro cómo ni porqué Santos hizo otra excepción al ordenamiento jurídico.
Sus asesores jurídicos deberían haberle informado que en el campo del Derecho la discusión era difícil, pues seguramente la autorización de los viajes fue motivada por razones de Estado. También porque la Constitución no le otorga facultades discrecionales para hacer la paz, y la Ley 418 de 1997 establece condiciones muy estrictas. La intervención de la Fiscalía pareció un respaldo partidista y no un aporte a una discusión institucional legítima.
Por eso, quedan varios interrogantes: ¿las decisiones presidenciales sobre el proceso de paz son institucionalmente incuestionables? ¿Qué responsabilidad política y disciplinaria asume el Presidente por tales decisiones? ¿Que las preguntas del Procurador fueran las mismas que aún se hace un sector de la opinión no justificaban una respuesta más consistente y comedida? Y de nuevo Ignatieff: ¿cómo pueden las democracias recurrir al mal menor (autorizarle viajes a Timochenko) sin sucumbir al mayor (desinstitucionalización)? Es decir, ¿se justificó desinstitucionalizar más al país por un jefe de las Farc?
Publicado en El Espectador, 21 de octubre de 2014, p. 34.
Comentarios