
Más allá de la Operación Jaque
Golpe al humanitarismo
El inesperado rescate militar de los 15 secuestrados llevado a cabo sin un solo disparo ha propinado un fuerte golpe no solo a las FARC sino a la ideología del humanitarismo pacifista.
Desde una perspectiva heredera de la Ilustración, y específicamente de las tesis kantianas de la paz perpetua, muchos conciben el drama de los secuestrados que están en poder de las FARC como una situación de injusticia e inhumanidad ante la que se impone la solución política negociada –casi a cualquier costo– como un deber moral y político. En tal razonamiento hay quienes ven una muestra de caridad y solidaridad cristianas. No es así. Y no lo es porque la Humanidad a la que apelan para reclamar la legitimidad de participar en la solución del conflicto armado no se funda en la constatación de una común naturaleza humana y en el sincero deseo de colaboración, sino en una ideología política tan particularista como cualquier otra, a pesar de que invoque un ideal universal que después de la Segunda Guerra Mundial recibe en Occidente un reconocimiento casi unánime.
Carl Schmitt hacía notar que la humanidad no es un concepto político porque asume que en el mundo no hay amigos y enemigos. Trayendo a colación a Proudhon apuntaba que “quien dice humanidad quiere engañar”. Es decir, recubrir o legitimar sus pretensiones políticas.
Para Hugo Chávez y Rafael Correa por ejemplo, la intervención en el conflicto colombiano a través de las mediaciones con las FARC no requería autorización y limitación alguna por parte del Gobierno de Bogotá, pues en último término la buena conciencia no se puede detener ante las injusticias, y menos ante las fronteras. Tal razonamiento llevó al presidente venezolano a declararse partidario de reconocerle estatuto de beligerancia a la guerrilla, con la lógica de que solo esto haría posible la liberación de todos los secuestrados. Ignoraba que a las FARC se le reconoce desde hace años en Colombia e implícitamente en el exterior la condición de actor político (status político), suficiente para negociar y ser interlocutor de los Gobiernos legítimos. De hecho, por sí mismos los diálogos durante tres años en la zona del Caguán así lo ratifican, cuyo icono fue la foto del presidente Andrés Pastrana con el histórico líder fariano, Manuel Marulanda Vélez, alias “Tirofijo”.
El humanitarismo de quienes intervinieron –o quisieron hacerlo– fue degenerando en show mediático con la liberación de algunos secuestrados a comienzos de año. No obstante, a pesar de la buena conciencia legitimante que exhibe, el humanitarismo se vio muy cuestionado tanto en sus motivaciones como en los medios a los que recurre porque los computadores encontrados en el campamento ecuatoriano de “Raúl Reyes” revelaron que entre Chávez, Correa, Córdoba y otros de los promotores del diálogo con el Secretariado de las FARC existía una simpatía ideológica que rayaba no solo en la complicidad con quienes están incluidos en las listas de grupos terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea, sino en el cinismo, pues se llegó a sugerir que uno de los mediadores le habría aconsejado a los guerrilleros que lo último que hicieran es liberar a Ingrid Betancurt, toda vez que ella era su mayor botín político con el que podrían presionar indefinidamente al Gobierno y a la comunidad internacional.
Por eso, algunos defensores del humanitarismo no podían creer que el pasado 2 de julio fueran rescatados 15 rehenes de las selvas de Colombia sin disparar un solo tiro, y utilizando un arma que las FARC conocen bien: el engaño, en este caso utilizado con noble maestría. Las fuerzas armadas colombianas le habían dado a las FARC de su propia medicina y con ello les propinaron el golpe militar más duro en casi medio siglo de existencia. Quienes aún no salen de su sorpresa –o decepción– han dicho cosas tan llamativas que lindan con lo cómico: que en realidad no fue un rescate sino una farsa teatral (Antonio Caballero), que fue un triunfo de la vida y la libertad –menos de Uribe y el Ejército, se entiende– (Cristina Fernández), que se debió al pago de 20 millones de dólares a los guerrilleros (Radio Suisse Romande), o que fue simplemente una traición de los captores a su compromiso revolucionario (Secretariado de las FARC).
Con mejor cálculo político, Hugo Chávez aprovechó la ocasión para recomponer las relaciones con el Gobierno colombiano y seguir dando signos de distanciamiento con las FARC. Al fin y al cabo éstas aparecen cada vez más debilitadas y lejanas de cualquier proyecto político viable. Sin embargo, ello no se debió únicamente al regreso de Ingrid. De nuevo el computador de “Raúl Reyes” –del que Interpol certificó la inalterabilidad de su contenido en las horas siguientes al bombardeo– habían dejado muy comprometidos los gobiernos de Caracas y Quito, incluso con la amenaza de denunciarlos ante la Corte Penal Internacional, una institución adalid de la defensa de los derechos humanos que los humanitaristas tanto dicen respetar.
En suma, Chávez, Correa, Fernández de Kirchner y algunos europeos desorientados que aún piensan que en los Andes habitan miles de Robin Hoods, han visto seriamente debilitada su causa del humanitarismo, por lo menos en lo que tiene que ver con los secuestrados de las FARC. No se puede descartar que encuentren otro motivo con el que se pueda justificar la expansión del proyecto socialista del siglo XXI.
Un punto de inflexión en el conflicto armado
Hobsbawm escribía que Colombia posee una plusmarca casi única en la región por cuenta de la permanencia casi ininterrumpida de gobiernos democráticos, representativos y constitucionales. Salvo durante algunos breves intervalos, el Estado colombiano nunca se ha encontrado sometido al gobierno del ejército o de los caudillos populistas. Sin embargo, y a pesar de que no se haya visto involucrada en ninguna guerra internacional, el número de personas muertas, secuestradas, mutiladas y expulsadas de sus casas se ha venido contando por millares a lo largo del último medio siglo.
¿Cómo puede soportar un Estado moderno medio siglo de insurgencia armada?, se preguntaba Marco Palacios. En efecto, es una hipótesis absolutamente impensable para Thomas Hobbes.
Las razones son muy complejas. No obstante, todo parece indicar que el conflicto armado colombiano ha llegado a un punto de inflexión. No son pocos los intelectuales y analistas políticos que sugieren que se trata del comienzo del fin de las FARC. Evidentemente, esta organización insurgente ha pasado a la defensiva o al repliegue estratégico desde hace ya una década. Incluso, más allá del equilibrio militar de las fuerzas entre la guerrilla y el Estado, en el plano político la economía del narcotráfico y la práctica del secuestro las ha deslegitimado como actor político ante un eventual proyecto político en el marco democrático. De allí que la petición que hiciera el presidente Chávez ante la Asamblea Nacional de reconocerle a la guerrilla un status de beligerancia no fue respaldada por la comunidad internacional. En el contexto posterior al 11–S la utilización de medios terroristas distancian a cualquier grupo armado insurgente de una negociación política con el Estado.
Aunque la tesis del comienzo del fin de las FARC es plausible y representa una profunda esperanza para millones de colombianos, no hay que hacerse ilusiones. Alfonso Cano, quien reemplazó a “Tirofijo” como máximo líder de la organización tiene el perfil del clásico guerrillero de los años sesenta, y quienes lo conocieron personalmente en los diálogos del Caguán han coincidido en destacar su carácter sectario, ideologizado e intransigente. Un enquistamiento ideológico al que se ha aferrado la otra guerrilla del país: el ELN (Ejército de Liberación Nacional), quienes a pesar de los innumerables contactos con los últimos gobiernos han postergado indefinidamente una rendición o una negociación política seria. Un fenómeno opuesto al pragmatismo que llevó a los paramilitares a desmovilizarse y entregar las armas durante el Gobierno de Álvaro Uribe Velez y que mal que bien, hoy los tiene en cárceles norteamericanas.
Colofón: Dios en la selva
En las primeras horas que pasaron en libertad los rescatados, un aspecto que llamó la atención fueron sus constantes referencias a Dios y a la Virgen. Un profesor porteño que había seguido por los medios de comunicación todo el episodio, me decía que tales muestras de religiosidad serían impensables en una sociedad como la argentina. ¿Se trata de una peculiaridad? Así es. Aunque algunos intelectuales ridiculizaron dichos gestos, me parecen representativos de una de las mayores riquezas del pueblo colombiano así como de su drama. Y ensayo acá una lectura que acaso puede encontrar alguna validez en otros contextos de América Latina.
Se trata de una riqueza porque las muestras de religiosidad hacen parte de una arraigada piedad popular que tiene en la Virgen María un ícono de su fuerza y connaturalidad con la que se expresa públicamente. Al mismo tiempo pone en evidencia que la mentalidad laicista y secularizada es un fenómeno jalonado básicamente por las élites intelectuales, políticas y mediáticas del país, algo no muy ajeno a la experiencia de otros Estados de la región.
Sin embargo, aquí se halla una explicación al drama de la sociedad colombiana, y quizás de buena parte de la latinoamericana: esta religiosidad es muy básica en su comprensión intelectual, por lo que las manifestaciones públicas no suelen ser lo suficientemente elocuentes y duraderas. Es una piedad religiosa de expresiones populares y sencillas, que en muchas ocasiones son poco coherentes con los desafíos que un contexto posmoderno, relativista y agnóstico representa para la fe cristiana. A esta religiosidad se le conoce como “la fe de carbonero”, pues se basa en algunas certezas racionales, en una profunda adhesión emotiva además de una fina sensibilidad hacia lo sagrado, y en unas pautas comportamentales en las que prevalecen los aspectos morales del cristianismo.
Muchos de nuestros países carecen de intelectuales que piensen la realidad nacional desde las categorías cristianas, así como de figuras políticas, legislativas y judiciales que traduzcan en sus cánones dicha sensibilidad popular. Así, la fe cristiana se ve reducida a una cuestión privada, conservadora y tradicional. Apuntando otra paradoja colombiana, los fenómenos culturales y sociales más representativos de la vida pública nacional suelen estar en contradicción con las manifestaciones de piedad popular que han marcado históricamente la vida cotidiana de los colombianos. Por eso se trata de un país en que el laicista es el discurso oficial en universidades, medios de comunicación y foros sociales y culturales. En el que tanto el consumo de droga como el aborto (en tres casos y bajo ciertos supuestos) están despenalizados. En el que las manifestaciones de religiosidad del presidente Álvaro Uribe son vistas como atentados contra el carácter secular del Estado.
Acaso la explicación a la dicotomía en la forma como los colombianos viven la fe cristiana podría sugerir explicaciones de porqué luego de medio siglo de ocurrida la Revolución cubana y de casi dos décadas desde la caída del Muro de Berlín, Colombia sigue teniendo en sus selvas una organización insurgente que aún sueña con llegar al poder mediante el uso de las armas. Una quimera que la historia seguirá refutando.
Publicado en la Revista Humánitas, No. 51, julio – septiembre 2008, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, pp. 582 - 586; y en Diario Financiero, 25/7/2008, Santiago de Chile, pp. 52 - 53.
Golpe al humanitarismo
El inesperado rescate militar de los 15 secuestrados llevado a cabo sin un solo disparo ha propinado un fuerte golpe no solo a las FARC sino a la ideología del humanitarismo pacifista.
Desde una perspectiva heredera de la Ilustración, y específicamente de las tesis kantianas de la paz perpetua, muchos conciben el drama de los secuestrados que están en poder de las FARC como una situación de injusticia e inhumanidad ante la que se impone la solución política negociada –casi a cualquier costo– como un deber moral y político. En tal razonamiento hay quienes ven una muestra de caridad y solidaridad cristianas. No es así. Y no lo es porque la Humanidad a la que apelan para reclamar la legitimidad de participar en la solución del conflicto armado no se funda en la constatación de una común naturaleza humana y en el sincero deseo de colaboración, sino en una ideología política tan particularista como cualquier otra, a pesar de que invoque un ideal universal que después de la Segunda Guerra Mundial recibe en Occidente un reconocimiento casi unánime.
Carl Schmitt hacía notar que la humanidad no es un concepto político porque asume que en el mundo no hay amigos y enemigos. Trayendo a colación a Proudhon apuntaba que “quien dice humanidad quiere engañar”. Es decir, recubrir o legitimar sus pretensiones políticas.
Para Hugo Chávez y Rafael Correa por ejemplo, la intervención en el conflicto colombiano a través de las mediaciones con las FARC no requería autorización y limitación alguna por parte del Gobierno de Bogotá, pues en último término la buena conciencia no se puede detener ante las injusticias, y menos ante las fronteras. Tal razonamiento llevó al presidente venezolano a declararse partidario de reconocerle estatuto de beligerancia a la guerrilla, con la lógica de que solo esto haría posible la liberación de todos los secuestrados. Ignoraba que a las FARC se le reconoce desde hace años en Colombia e implícitamente en el exterior la condición de actor político (status político), suficiente para negociar y ser interlocutor de los Gobiernos legítimos. De hecho, por sí mismos los diálogos durante tres años en la zona del Caguán así lo ratifican, cuyo icono fue la foto del presidente Andrés Pastrana con el histórico líder fariano, Manuel Marulanda Vélez, alias “Tirofijo”.
El humanitarismo de quienes intervinieron –o quisieron hacerlo– fue degenerando en show mediático con la liberación de algunos secuestrados a comienzos de año. No obstante, a pesar de la buena conciencia legitimante que exhibe, el humanitarismo se vio muy cuestionado tanto en sus motivaciones como en los medios a los que recurre porque los computadores encontrados en el campamento ecuatoriano de “Raúl Reyes” revelaron que entre Chávez, Correa, Córdoba y otros de los promotores del diálogo con el Secretariado de las FARC existía una simpatía ideológica que rayaba no solo en la complicidad con quienes están incluidos en las listas de grupos terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea, sino en el cinismo, pues se llegó a sugerir que uno de los mediadores le habría aconsejado a los guerrilleros que lo último que hicieran es liberar a Ingrid Betancurt, toda vez que ella era su mayor botín político con el que podrían presionar indefinidamente al Gobierno y a la comunidad internacional.
Por eso, algunos defensores del humanitarismo no podían creer que el pasado 2 de julio fueran rescatados 15 rehenes de las selvas de Colombia sin disparar un solo tiro, y utilizando un arma que las FARC conocen bien: el engaño, en este caso utilizado con noble maestría. Las fuerzas armadas colombianas le habían dado a las FARC de su propia medicina y con ello les propinaron el golpe militar más duro en casi medio siglo de existencia. Quienes aún no salen de su sorpresa –o decepción– han dicho cosas tan llamativas que lindan con lo cómico: que en realidad no fue un rescate sino una farsa teatral (Antonio Caballero), que fue un triunfo de la vida y la libertad –menos de Uribe y el Ejército, se entiende– (Cristina Fernández), que se debió al pago de 20 millones de dólares a los guerrilleros (Radio Suisse Romande), o que fue simplemente una traición de los captores a su compromiso revolucionario (Secretariado de las FARC).
Con mejor cálculo político, Hugo Chávez aprovechó la ocasión para recomponer las relaciones con el Gobierno colombiano y seguir dando signos de distanciamiento con las FARC. Al fin y al cabo éstas aparecen cada vez más debilitadas y lejanas de cualquier proyecto político viable. Sin embargo, ello no se debió únicamente al regreso de Ingrid. De nuevo el computador de “Raúl Reyes” –del que Interpol certificó la inalterabilidad de su contenido en las horas siguientes al bombardeo– habían dejado muy comprometidos los gobiernos de Caracas y Quito, incluso con la amenaza de denunciarlos ante la Corte Penal Internacional, una institución adalid de la defensa de los derechos humanos que los humanitaristas tanto dicen respetar.
En suma, Chávez, Correa, Fernández de Kirchner y algunos europeos desorientados que aún piensan que en los Andes habitan miles de Robin Hoods, han visto seriamente debilitada su causa del humanitarismo, por lo menos en lo que tiene que ver con los secuestrados de las FARC. No se puede descartar que encuentren otro motivo con el que se pueda justificar la expansión del proyecto socialista del siglo XXI.
Un punto de inflexión en el conflicto armado
Hobsbawm escribía que Colombia posee una plusmarca casi única en la región por cuenta de la permanencia casi ininterrumpida de gobiernos democráticos, representativos y constitucionales. Salvo durante algunos breves intervalos, el Estado colombiano nunca se ha encontrado sometido al gobierno del ejército o de los caudillos populistas. Sin embargo, y a pesar de que no se haya visto involucrada en ninguna guerra internacional, el número de personas muertas, secuestradas, mutiladas y expulsadas de sus casas se ha venido contando por millares a lo largo del último medio siglo.
¿Cómo puede soportar un Estado moderno medio siglo de insurgencia armada?, se preguntaba Marco Palacios. En efecto, es una hipótesis absolutamente impensable para Thomas Hobbes.
Las razones son muy complejas. No obstante, todo parece indicar que el conflicto armado colombiano ha llegado a un punto de inflexión. No son pocos los intelectuales y analistas políticos que sugieren que se trata del comienzo del fin de las FARC. Evidentemente, esta organización insurgente ha pasado a la defensiva o al repliegue estratégico desde hace ya una década. Incluso, más allá del equilibrio militar de las fuerzas entre la guerrilla y el Estado, en el plano político la economía del narcotráfico y la práctica del secuestro las ha deslegitimado como actor político ante un eventual proyecto político en el marco democrático. De allí que la petición que hiciera el presidente Chávez ante la Asamblea Nacional de reconocerle a la guerrilla un status de beligerancia no fue respaldada por la comunidad internacional. En el contexto posterior al 11–S la utilización de medios terroristas distancian a cualquier grupo armado insurgente de una negociación política con el Estado.
Aunque la tesis del comienzo del fin de las FARC es plausible y representa una profunda esperanza para millones de colombianos, no hay que hacerse ilusiones. Alfonso Cano, quien reemplazó a “Tirofijo” como máximo líder de la organización tiene el perfil del clásico guerrillero de los años sesenta, y quienes lo conocieron personalmente en los diálogos del Caguán han coincidido en destacar su carácter sectario, ideologizado e intransigente. Un enquistamiento ideológico al que se ha aferrado la otra guerrilla del país: el ELN (Ejército de Liberación Nacional), quienes a pesar de los innumerables contactos con los últimos gobiernos han postergado indefinidamente una rendición o una negociación política seria. Un fenómeno opuesto al pragmatismo que llevó a los paramilitares a desmovilizarse y entregar las armas durante el Gobierno de Álvaro Uribe Velez y que mal que bien, hoy los tiene en cárceles norteamericanas.
Colofón: Dios en la selva
En las primeras horas que pasaron en libertad los rescatados, un aspecto que llamó la atención fueron sus constantes referencias a Dios y a la Virgen. Un profesor porteño que había seguido por los medios de comunicación todo el episodio, me decía que tales muestras de religiosidad serían impensables en una sociedad como la argentina. ¿Se trata de una peculiaridad? Así es. Aunque algunos intelectuales ridiculizaron dichos gestos, me parecen representativos de una de las mayores riquezas del pueblo colombiano así como de su drama. Y ensayo acá una lectura que acaso puede encontrar alguna validez en otros contextos de América Latina.
Se trata de una riqueza porque las muestras de religiosidad hacen parte de una arraigada piedad popular que tiene en la Virgen María un ícono de su fuerza y connaturalidad con la que se expresa públicamente. Al mismo tiempo pone en evidencia que la mentalidad laicista y secularizada es un fenómeno jalonado básicamente por las élites intelectuales, políticas y mediáticas del país, algo no muy ajeno a la experiencia de otros Estados de la región.
Sin embargo, aquí se halla una explicación al drama de la sociedad colombiana, y quizás de buena parte de la latinoamericana: esta religiosidad es muy básica en su comprensión intelectual, por lo que las manifestaciones públicas no suelen ser lo suficientemente elocuentes y duraderas. Es una piedad religiosa de expresiones populares y sencillas, que en muchas ocasiones son poco coherentes con los desafíos que un contexto posmoderno, relativista y agnóstico representa para la fe cristiana. A esta religiosidad se le conoce como “la fe de carbonero”, pues se basa en algunas certezas racionales, en una profunda adhesión emotiva además de una fina sensibilidad hacia lo sagrado, y en unas pautas comportamentales en las que prevalecen los aspectos morales del cristianismo.
Muchos de nuestros países carecen de intelectuales que piensen la realidad nacional desde las categorías cristianas, así como de figuras políticas, legislativas y judiciales que traduzcan en sus cánones dicha sensibilidad popular. Así, la fe cristiana se ve reducida a una cuestión privada, conservadora y tradicional. Apuntando otra paradoja colombiana, los fenómenos culturales y sociales más representativos de la vida pública nacional suelen estar en contradicción con las manifestaciones de piedad popular que han marcado históricamente la vida cotidiana de los colombianos. Por eso se trata de un país en que el laicista es el discurso oficial en universidades, medios de comunicación y foros sociales y culturales. En el que tanto el consumo de droga como el aborto (en tres casos y bajo ciertos supuestos) están despenalizados. En el que las manifestaciones de religiosidad del presidente Álvaro Uribe son vistas como atentados contra el carácter secular del Estado.
Acaso la explicación a la dicotomía en la forma como los colombianos viven la fe cristiana podría sugerir explicaciones de porqué luego de medio siglo de ocurrida la Revolución cubana y de casi dos décadas desde la caída del Muro de Berlín, Colombia sigue teniendo en sus selvas una organización insurgente que aún sueña con llegar al poder mediante el uso de las armas. Una quimera que la historia seguirá refutando.
Publicado en la Revista Humánitas, No. 51, julio – septiembre 2008, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, pp. 582 - 586; y en Diario Financiero, 25/7/2008, Santiago de Chile, pp. 52 - 53.
Buenos Aires, 25 de agosto de 2008.
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