DOS VOCES INGENUAS

Para quienes nos ganamos la vida enseñando y escribiendo, leer significa no solo una gran pasión, un placer y un oficio, sino además una necesidad. Y a veces, como muchas cosas que se hacen en la vida por necesidad, se torna un poco difícil y hasta tortuoso.
Quienes nos dedicamos a esto sabemos que, no siempre se puede leer lo que nos gusta o interesa más, sino a veces sencillamente lo que toca leer.

Esto viene a cuento por el libro Fidel Castro. Biografía dos voces de Ignacio Ramonet. Como estudioso de los asuntos políticos, no fue mi simpatía por la revolución cubana ni por el octogenario dictador lo que me llevó a iniciar una lectura de largo aliento –más de 600 páginas en letra inusualmente pequeña– sino la necesidad de conocer, por boca de su protagonista, en qué ha consistido la tan comentada revolución cubana y descubrir más datos acerca de una figura política contemporánea que se hace cada vez más mítica y misteriosa. Basta recordar lo acaecido con su enfermedad en las últimas semanas para comprobarlo.

Ingenuamente, pensé que al ser el libro una entrevista eso mitigaría algo de la propaganda que suelen hacer de sí mismos los dictadores, así como la justificación de sus obras, incluidos sus desaciertos. Sabía que el entrevistador tenía ideas afines al entrevistado, pues aunque no he leído ninguno de sus libros –¿después de esto lo haré?– sí he leído Le Monde Diplomatique, el periódico que dirige desde hace años.
Asimismo pensé que al ser un periodista y no el propio dictador quien planteara los temas de conversación la cuestión podría ser interesante. Como muchos periodistas tienen cierta manía de creerse dueños de la verdad y se sitúan frente a su fuente con cierto aire de prepotencia por saber que lo que dirán o escribirán llegará a miles de personas, supuse que quizás en algunas preguntas y réplicas se harían precisiones interesantes y hasta –por qué no– planteos incómodos para el hombre de la revolución.

Pero no es así. Les confieso que he sido asaltado en mi buena fe. La entrevista de cien horas de Ramonet con Fidel Castro es una propaganda o defensa a dos voces de la revolución cubana. El europeo pareciera soñar románticamente con que algo similar se cristalice en otras latitudes del mundo y el segundo, evidentemente es su artífice principal, y como tal aprovecha la oportunidad que se le ha presentado para tratar de dejar la versión oficial, es decir, la suya.

Las páginas transcurren y no llega esa precisión, ese dato que ponga en aprietos al entrevistado, esa pregunta ingeniosa que lleve a develar muchos de los misterios que esconde un régimen arbitrario, esa réplica mordaz y crítica que haga del diálogo un auténtico debate. No. El lector se queda esperando esa pregunta que por lo menos en unas líneas lleve al temido dictador a sincerarse, a ser, en últimas, veraz.

Mi crítica no es que Ramonet comparta las ideas del dictador. Tampoco que con esta entrevista haya acumulado más razones para creer que la revolución es el camino por el que los pueblos del mundo van a salir de la pobreza y el atraso. Allá él si piensa así.
Lo que se echa de menos es ni más ni menos la crítica y la inteligencia. El libro es un aburrido monólogo en el que Castro discurre frente a un entrevistador que se limita a ofrecerle más datos que complementen su discurso; un inofensivo entrevistador que deja traslucir su indignación contra el imperialismo norteamericano y que, como el entrenador de arqueros en la práctica de un equipo de fútbol, le pasa una y otra vez la pelota para que éste haga con ella lo que quiera: una defensa inverosímil de la revolución cubana y una justificación de fusilamientos, restricciones y violaciones de los derechos fundamentales, y demagogia que, en los albores del nuevo siglo cuando han transcurrido varios lustros de la disolución de la URSS, constituyen un insulto a la inteligencia.

Castro, que se sabe un hombre criticado no solo entre los exiliados de Miami, aprovecha esta oportunidad para intentarnos convencer de que la revolución cubana es su gran invento y que estoicamente ha soportado durante años no solo el embargo, cierto aislamiento internacional que ha ido menguando, sino que además, ha sido un influyente consejero de los intentos revolucionarios de expandir el socialismo. En África y América Latina eso es medianamente cierto, pero creerle que le daba consejos a Yeltsin contradice sus propias palabras de que para los soviéticos Cuba tenía poca importancia y las grandes decisiones las tomaron sin consultarles nada.

Para muestra de las dos ingenuidades, solo dos ejemplos: cuando hablan de la migración de cubanos y al ser preguntado por las razones de dicho exilio, Fidel Castro responde: “Emigran porque quieren un automóvil; porque quieren vivir en una sociedad de consumo, muy publicitada” (Cfr. p. 310). Lo llamativo no solo es la respuesta, sino que las preguntas siguientes disimulan lo delatador del asunto y se enfocan en otros asuntos menos incómodos para el interlocutor.

Otra: “Aquí, desde muy al principio de la Revolución, se hizo una ley que prohibía poner el nombre de dirigentes a una calle, a una obra, a una estatua. Aquí no hay retratos oficiales en las oficinas públicas; siempre hemos estado muy en contra del culto de la personalidad. Eso no se ha conocido aquí”. (Cfr. p. 324). A ésta inverosímil frase, incompatible por lo demás con los regímenes tiránicos le sigue, en vez de una réplica de acuerdo a lo que realmente sucede en Cuba, una pregunta menos incómoda acerca de Gorvachov.
Así, los ejemplos de ingenuidades compartidas se multiplican.

Habría sido muy interesante aprovechar por lo menos algunas de las 100 horas de conversación con Fidel Castro para preguntarle por cosas que todos queremos saber. Esa sí que hubiera sido una entrevista valiosa y un documento histórico y político importante.
Claro, para ello se hubiera requerido un periodista con un agudo sentido crítico y dispuesto a razonar al margen de los prejuicios ideológicos.
Pero, con un periodista así, Fidel no se habría sentado ni 10 minutos a tomarse un café.

Buenos Aires, 24 de Septiembre de 2006.


Comentarios

Anónimo dijo…
Me parece bueno el comentario al libro, sin embargo no estoy de acuerdo con el título de su artículo. ¿le parecen ingenuas las voces de Castro y de Ramonet? . . . Yo lo hubiera titulado "Dos voces feroces" o "Dos voces traidoras" o mejor "Desfachatez a dos voces"

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