El soldado sin fusil

Alistarse en el Ejército para ir a la guerra teniendo la convicción de no empuñar un arma es casi una locura, una insensatez cuando menos. Pero esta es la apasionante historia de Desmond Doss, un adventista del séptimo día que durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el Ejército estadounidense como médico y su nombre quedó inscrito en los libros de historia por la paradoja, según The New York Times, de que un objetor de conciencia fuera galardonado con la Medalla de Honor por su valentía en combate. Y no era para menos: en la batalla de Okinawa, sin un fusil al hombro, armado sólo con coraje y astucia, salvó la vida de 75 compañeros.

La historia de este héroe pacifista la narra Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge), una película dirigida por Mel Gibson que se exhibe en las salas de cine del país y está nominada a varios premios Óscar. Sin embargo, antes de su hazaña, Doss tuvo que soportar la incomprensión y el violento rechazo de sus compañeros y superiores, quienes veían su pacifismo como provocación o arrogancia.

A propósito de la exhortación de la Corte Constitucional al Congreso para que legisle sobre las corridas de toros, valdría la pena que los congresistas pusieran también en la agenda la objeción de conciencia, otro tema polémico que han tenido archivado por años. En este asunto habría sido deseable que la Corte actuara de la misma manera reconociendo la competencia y mayor legitimidad del legislativo para unificar y reglamentar un tema que hoy está disperso en unas cuantas sentencias, algunas coherentes y razonables como el caso del servicio militar, mientras que en otras ha tenido un desarrollo insuficiente -mediante obiter dicta- y contradictorio, como el caso del aborto. 
La objeción de conciencia, hay que aclararlo, no se reduce a estos casos emblemáticos: una amplia literatura de derecho comparado y filosofía política así lo prueba. Pero quienes la conciben como un obstáculo y no como un derecho han contribuido a que sea vista como una coartada sospechosa, cuando se trata, ni más ni menos, de una prueba ácida del nivel de tolerancia y garantía efectiva de las libertades que defiende una sociedad. 
La objeción de conciencia es una excepción individual y motivada que reclama válidamente una persona cuando un mandato legal o administrativo contradice profundas y serias convicciones filosóficas, morales o religiosas. Esta excepción se basa en la tolerancia y el reconocimiento, no en la sospecha de que el objetor es un infractor o un insurgente. 
El arte, el cine y la literatura tienen una asombrosa capacidad de generar empatía, de hacer que por unas horas nos pongamos en los zapatos y en la piel de personajes que no conocemos. Ojalá los congresistas y magistrados vean Hasta el último hombre para que entiendan, quizás del modo en que ningún tratado podrá explicárselos, que la objeción de conciencia evita injusticias y tiene sentido incluso cuando se piensa que el objetor es un insensato. 

Publicado en El Espectador, 18 de febrero de 2017, p. 24. 

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