Funcionarios made in Macondo
“Seguro que fue un sueño”, insistían los oficiales. “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”, relata Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. Y en efecto, acá no pasa nada porque un cargo público es para muchos una cómoda trinchera para defenderse de sus enemigos políticos, del apabullante chaparrón de los medios o incluso, de sí mismos, de su falta de decencia y sensatez.
Por eso los funcionarios públicos envueltos en escándalos no renuncian: saben que si aguantan el pasajero papel de chivos expiatorios de una sociedad que tranquiliza su conciencia colectiva linchando con sus pulgares al desgraciado de turno podrán reencaucharse a la vuelta de la esquina. Luego de la tormenta viene la calma, pensarán. Y luego de la calma, el olvido, y con el olvido quedan listos para el reencauche en otro puesto público -a lo sumo, en otro gobierno- con el cual puedan seguir viviendo de los impuestos de sus verdugos desmemoriados. Así de precaria es nuestra cultura política.
Pero también hay, en este país de parágrafos e incisos, una explicación jurídica: al caído en desgracia lo defienden reconocidos abogados que predican desde sus púlpitos mediáticos el sagrado derecho a la presunción de inocencia e interponen recursos para dilatar y dilatar mientras los pulgares linchadores se entretienen con otro encartado. Los defensores a veces se las dan de filósofos y sueltan al ruedo el manido argumento de que “una cosa es la vida pública y otra la privada” o el de “la ética no tiene nada que ver con el derecho” legitimando el cinismo.
Este pueblo feliz disfruta linchando mediáticamente al desgraciado de turno desde el trono de su doble moral. El caído en desgracia, mientras tanto, se aferra a la trinchera con su irresponsabilidad.
Publicado en El Colombiano, 31 de enero de 2016, p. 3.
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