Libertad de expresión, tolerancia y responsabilidad
El debate en torno a los límites a la libertad de expresión es sugerente y oportuno. Pero exige que se adelante sin tener que reiterar el lugar común de que ninguna ofensa justifica la violencia –como si no fuera evidente que quien se toma el trabajo de discutir públicamente no carga un Kalashnikov al hombro–, y sin la sospecha de que quien pronuncie un pero justifica tácitamente la masacre contra Charlie Hebdo.
Más allá de la normatividad legal que en Occidente consagra la libertad de expresión como un derecho humano fundamental sin mayores restricciones que las que señalan la injuria y la calumnia (como lo ratificó la Corte Constitucional en la sentencia C-442 de 2011), me detendré en los límites extra-jurídicos, pues se suelen pasar por alto. Uno se refiere al contexto político que hace posible la libertad de expresión: la tolerancia. El otro es de carácter ético: la responsabilidad de quien hace uso público de la razón.
Sin dogmas públicos
Una sociedad tolerante es una sociedad que no rinde culto a dogmas públicos –ni religiosos ni seculares– ni exige coactivamente la veneración de verdades consideradas por algunos como sagradas. Francisco J. Contreras, catedrático de la Universidad de Sevilla advertía que para que la defensa de la libertad de expresión sea coherente “debería acreditarse una libertad total frente a cualesquiera tabúes: no sólo los del islam, sino también los de la corrección política”. Y se preguntaba: “¿Publicó Charlie Hebdo alguna vez salvajes sátiras racistas, homófobas, misóginas, antiizquierdistas? ¿Satirizó a líderes del movimiento gay con la misma saña que al Papa, a Jesucristo o a Mahoma?” (Inconsistencias de la Europa Charlie).
De allí que una sociedad que se toma en serio la tolerancia no convierte algunas convicciones o creencias en dogmas incuestionables, como hizo la Ley 1482 de 2011 –o Ley antidiscriminación– con los cánones de la corrección política. Tampoco utiliza los tribunales como primer recurso para acallar o sancionar aquellas expresiones frente a las cuales el sentido común aconseja la indiferencia o la sanción social.
En cuanto ethos social en el que germinan las libertades, la tolerancia presupone un trato benévolo hacia las convicciones y creencias que no suscribimos pero tienen derecho a existir y a ser expuestas en el ámbito público.
Uso público de la razón
La idea de que los derechos fundamentales son absolutos o ilimitados es bastante frecuente, pero irreal. En el contexto de una cultura de los derechos se suele olvidar que para que exista la concordia y la convivencia las sociedades requieren una dosis de empatía en su discurso público.
Y así como las sociedades modernas vienen implementado señales públicas de respeto hacia las distintas formas de desigualdad, discriminación y discapacidad, igual consideración se debe tener hacia las convicciones morales, filosóficas y religiosas, pues éstas ocupan un lugar central en la vida de millones de personas como fuentes de identidad y sentido de vida.
La moderación –evitar los extremismos–, la responsabilidad –propender por el bien común– y la empatía –ponerse en el lugar del otro– son actitudes que una sociedad debe exigir a quienes tienen el privilegio de hacer uso público de su razón ante amplias audiencias. Sin censurar o coartar la expresión de nadie, se puede reclamar un uso responsable del lenguaje, la información y la comunicación premiando el buen gusto y la inteligencia con la atención, y castigando la chabacanería y la provocación pueril con la indiferencia.
¿Cuáles son los límites?
La injuria y la calumnia son límites extrínsecos a la libertad de expresión, y el derecho prevé los recursos para sancionar a quienes los transgredan. La moderación, la responsabilidad y la empatía son límites intrínsecos a la libertad de expresión que no son exigibles por el derecho, pero sí por otros órdenes normativos: el de la ética y la política.
Si los límites extrínsecos operan como última ratio, esto es, extraordinariamente y por medio de las sanciones jurídicas estrictas, los límites intrínsecos deben operar ordinariamente. De allí que éstos contribuyen más a una cultura ciudadana de tolerancia y respeto por las convicciones de los demás en la que, sin hipocresías sociales ni legales, se evite la mayor injusticia prevista por John Stuart Mill: “si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad”.
Publicado en Ámbito Jurídico, Bogotá, edición 410, p. 10.
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