Mujeres ocultas
El caso de Mujeres ocultas, la exposición que tendría lugar en el Museo Santa Clara y fue suspendida y luego autorizada por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, ilustra las limitaciones de una cultura de los derechos para resolver los conflictos entre concepciones morales, y es una muestra de que las controversias en clave de derechos dificultan los compromisos sociales.
El derecho es la forma de la moral y la política de las sociedades modernas. En su versión predominante de derechos subjetivos como reclamos al poder político para su garantía están destinados a dejar descontento a uno de los extremos de cada ecuación conflictiva. Sólo los juristas más optimistas creen que la ponderación es una fórmula capaz de resolver racionalmente los casos difíciles, y no una sofisticada forma de justificar el decisionismo.
Como no existe balanza para determinar si en la polémica causada por Mujeres ocultas debía prevalecer la libertad de expresión o la libertad religiosa, la controversia se tramitó con derechos de petición y tutelas. Nada extraño acá.
En sus explicaciones públicas, la artista plástica dejó claro que lo que le sobra de creatividad le falta de sentido común, pues aunque reconoció que “si yo voy a un país musulmán y me visto de una manera provocativa, yo sé que no lo debo hacer”, no parece considerar que ese mismo razonamiento debió mostrarle que representar simbólicamente una vagina en el objeto sagrado en que los católicos adoran el cuerpo de Cristo es ofensivo.
Los activistas católicos revelaron que lo que les sobra de movilización les falta de mesura al llenar de alusiones al Código Penal sus memoriales, dándole un alcance desproporcionado a una exposición que, sin esta polémica, no habría pasado de ser una forma de provocación mediante la transgresión. Nada novedoso en el arte contemporáneo.
El resultado fue contraproducente: los activistas católicos interponiendo una ‘tutelatón’ para impedir la exposición de algo que no es obligatorio verlo ni apreciarlo, unos jueces suspendiendo y luego autorizando la exposición, la Ministra de Cultura tomando partido cual mecenas de la artista, y los progresistas rasgándose las vestiduras mientras repetían el cántico ritual ¡No a la censura! Del acertado manejo político de los Obispos y de la argumentada respuesta de la directora del Museo nadie habla. Discusión histérica.
A los progresistas el moralismo no los dejó reconocer que es legítimo que unos ciudadanos juzguen ofensivo lo que a ellos les parece un gran performance. Como ofensivas se consideraron las caricaturas que mostraban a Mahoma como un terrorista o las camisetas de Zara idénticas a los uniformes de los judíos en los campos de concentración nazis.
Los activistas católicos perdieron la oportunidad de cuestionar, con mecanismos persuasivos y desde su concepción de lo sagrado, la discutible interpretación de la artista sobre la violencia contra la mujer, asociada a la tradición cristiana: “La obra -dijo en Blu Radio- habla con el contexto también, por eso la hice en (el museo de) La Inquisición también”.
Al final, quedamos como en el siglo XIX: haciendo de las cuestiones religiosas un asunto que divide más a la sociedad por la manía de progresistas y activistas de querer poner al Estado de su lado. Si los progresistas hubieran considerado que hacer la exposición en un museo privado habría mitigado la ofensa a los creyentes, y éstos hubieran hecho uso del legítimo derecho a no dar importancia a lo que no lo merece, otra habría sido la historia.
Pero en los tribunales, uno de los dos bandos ganará o perderá todo. Hasta la próxima batalla.
Publicado en El Espectador, 19 de septiembre de 2014, p. 29.
Comentarios
Lamento la confusión. Me refería a la exposición.
Cordial saludo.