Prostitución, drogas y sociedad civil

Si Internet ha ido cambiando la forma de comprar y vender tiquetes aéreos, libros, comida y películas, era previsible que también transformaría la llamada profesión más antigua del mundo.  

Hace unos días, la revista The Economist planteó una pertinente discusión que podría resumirse así: ¿cómo deben los gobiernos enfrentar la prostitución si Internet la ha vuelto más segura? Su respuesta, coherente con su perspectiva ideológica, es que prohibir la prostitución no es una medida liberal, y criminalizar a los compradores de servicios sexuales –como hizo Suecia hace unos años– es ineficaz, pues las prostitutas no son víctimas: participan de un negocio. 

El semanario inglés sugiere que los gobiernos deben repensar sus políticas sobre esta materia, enfocándose en disuadir y perseguir la criminalidad asociada a la prostitución -violaciones, prostitución infantil, inmigración ilegal- y dejar en paz a los adultos que quieren libremente comprar o vender sexo. Se trata, sugiere este razonamiento, de un negocio como cualquier otro. Una decisión personal.  

En su libro Lo que el dinero no puede comprar, Michael Sandel cuestiona el hecho de que hayamos pasado de una economía de mercado a una sociedad de mercado, en la cual prácticamente todo se puede comprar. Una sociedad en la que casi todo está en venta, advierte el profesor de Harvard, privilegia una forma de razonamiento amoral para el cual todo es una mercancía.

Insistir, en contra del economicismo amoral, que el mercado tiene un trasfondo ético no significa desconocer las bondades de la tolerancia como principio político. De hecho, la tolerancia del poder público ante la prostitución es casi tan antigua como la práctica misma. Sin embargo, tolerar la prostitución por razones prácticas –imposibilidad de erradicarla– y políticas –libertad de elegir– no debería significar que da lo mismo encargar por Internet una pizza o una persona que ofrece servicios sexuales.

Los moralistas, dice la revista, se lamentarán porque la prostitución virtual incrementa el negocio sexual. Pero, ¿pueden considerarse ‘moralistas’ los padres de familia, los educadores, y todos aquellos cuya responsabilidad se enmarca en unos valores éticos? ¿Se deben tomar en cuenta sus preocupaciones?

En ámbitos ilustrados ha ido tomando fuerza la idea según la cual lo que son básicamente negocios, como la prostitución y las drogas, se deben enfocar con una lógica económica para controlar sus efectos dañinos. Es una solución política razonable, y técnica, diríamos. Pero que una actividad sea un negocio y se trate políticamente como tal no resuelve los problemas éticos que dicha actividad trae consigo. Por eso, mal se combate el moralismo con amoralismo, es decir, negando que dichos problemas existen y requieren atención.

En la propuesta de liberalizar la prostitución y las drogas hay una confianza tácita en que el mercado funciona con más eficiencia que el Estado. Y probablemente sea cierto. Pero no es función del mercado, sino del Estado, defender la dignidad humana y la igualdad. Luego, éste tiene responsabilidades indelegables.

En estas discusiones debería terciar la sociedad civil. Ésta juega un papel determinante en la formación del criterio ético de los ciudadanos, así como en la disuasión y reproche social de conductas indeseables o tolerables. 

Por lo tanto, si en la discusión sobre la prostitución y las drogas no sólo intervienen el Estado y el mercado, no es cierto que haya que elegir únicamente entre prohibir (como quieren los moralistas) o liberalizar (como piden los libertarios). También se podría fortalecer la sociedad civil. 

Publicado en El Espectador, 24 de agosto de 2014, p. 51. 

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