De cómo el Estado perdería la guerra
Durante esta negociación, las Farc han formulado públicamente varias pretensiones absurdas. Otras, inviables. Pero las de una Asamblea Constituyente y una Comisión de la Verdad son imposibles. Básicamente, porque con ellas el Gobierno arriesgaría al Estado colombiano a perder la guerra.
Una Constituyente es una caja de pandora. Aunque pudiera convocarse con una agenda limitada, la experiencia del 91 muestra que esto no sería obstáculo para que se expidiera una nueva Carta política. Pactar una nueva Constitución como premio a la desmovilización de un grupo armado ilegal sería una receta para el surgimiento de futuras violencias. Un pésimo precedente.
Por lo demás, ningún defensor del pluralismo, las libertades y garantías ciudadanas consagradas en nuestra Constitución creerá que una organización violenta e ideológicamente sectaria sería abanderada de continuar dicha tradición y, menos aún, que vaya a querer profundizarla. Eso, por no mencionar que tal mecanismo les otorgaría una legitimidad política que la guerrilla debe ganarse después (y no antes) de su desmovilización de cara a los ciudadanos, y haciendo política sin armas.
Una Constituyente tiene también una notoria inconveniencia institucional: en un contexto regional en el que las Constituciones se han cambiado a discreción de los gobernantes para legitimar caudillismos, Colombia debe defender su Constitución como el marco fundamental que ha hecho posible un acuerdo jurídico y político en torno a unos principios y valores que las instituciones del Estado han tratado de hacer valer durante estos 22 años. Las constituciones son buenas porque duran, no al revés.
Quienes se dicen liberales en el país están ante un dilema muy interesante: ¿van a defender el pacifismo simbolizado en el posible acuerdo con las Farc, o el liberalismo simbolizado en la Constitución del 91? Veremos.
Una Comisión de la Verdad es una idea igual de imposible, por una sencilla razón: la guerrilla ganaría en los escritorios y en los libros de texto la guerra que lleva perdida en el terreno militar. Ciertamente, los alcances de las comisiones de la verdad han sido disímiles en los contextos que se han realizado. Sin embargo, la pretensión de reescribir la historia del conflicto que contiene una Comisión de la Verdad es lo suficientemente peligrosa como para desecharla.
Los intelectuales, jueces y políticos que aún creen en “las causas objetivas de la violencia” como causa y justificación del conflicto podrían presentarla como un esfuerzo por esclarecer la verdad de la violencia guerrillera. Pero lo que suele suceder, más aún, teniendo en cuenta el sentimiento pacifista que obnubila a ciertas élites, es que en dicho esfuerzo prevalece más el dedo acusador contra las instituciones estatales que contra la organización armada. Eso sucedió en Perú con la violencia de Sendero Luminoso.
Si la Comisión de la Verdad fuera meramente un ejercicio teórico, sería un documento más para ser analizado críticamente por académicos e intelectuales. Pero no es así: el informe de una Comisión de la Verdad sería asumido por jueces y fiscales como una suerte de verdad oficial que legitima acusaciones y condenas. Contribuiría a un clima social de retaliación y no de perdón.
Una guerra que ha sido tan costosa para el Estado colombiano no se puede perder con estas iniciativas. Un acuerdo de paz supone concesiones mutuas. Pero una negociación exitosa es aquella en la cual las partes saben hasta dónde pueden llegar. El Gobierno tiene que ser responsable con el futuro del país. Para ello, debe evitar la veleidad vanidosa de firmar un acuerdo a cualquier costo.
Publicado en Revista Posición, 17 de junio de 2013.
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