¿Otra condena de la Corte IDH?
La defensa que Rafael Nieto Loaiza formuló ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de los desaparecidos del Palacio de Justicia en 1985 produjo un debate público en el país. Al margen de los argumentos jurídicos del caso, los cuales, a juzgar por la columna del propio abogado en El Colombiano (24/2/2013) son muy razonables, quisiera proponer algunas consideraciones acerca de la postura del país ante la Corte IDH.
Algunos sectores ilustrados parecen asumir que es lógico que el Estado sea condenado en instancias internacionales. Ello explica su indignación pública con la línea de defensa de este caso, pues consideraban que un discurso presidencial (aún habiendo varios en sentido contrario), el informe de una Comisión de la Verdad, y unos fallos internos (aunque pendientes de revisión), debían llevar a los representantes estatales a hacer un sonoro mea culpa al que sobreviniera la petición de una suerte de sentencia anticipada. Más allá de la ironía, sí insinuaron que no había mucho que defender.
Hay allí una actitud profundamente anti-patriótica, pues dado que la responsabilidad internacional no es individual, los tribunales condenan o absuelven a los Estados, es decir, a sus ciudadanos, depositarios de la soberanía y quienes los sostienen con sus impuestos. Asumir que lo lógico sería una condena, implica sugerir que Colombia tiene como política de Estado la violación sistemática de los derechos humanos. Y no es así, pues ésta no es una dictadura, sino una de las democracias más antiguas del continente, que nuestras élites deberían ser las primeras en hacer respetar.
El problema reside en que los derechos humanos, entendidos ideológicamente, se basan en un maximalismo moral que consiste en exigir del Estado una actitud intachable, desconociendo que aún está en un proceso de construcción. Más aún en un país como el nuestro, que ha sido víctima de una situación de violencia y desorden particularmente grave si se compara con los Estados de la región. Hace unos años, Iván Orozco graficó esta tensión en torno a los derechos humanos entre los defensores de estos -propia de contextos dictatoriales- y los hacedores de paz -propia de los conflictos internacionales-. Evidentemente, la Corte asume la postura ideológica de aquellos, y por ello el Estado siempre estará en desventaja.
Además de la dudosa legitimidad de la intervención de la Corte IDH en un caso que aún no ha tenido su última instancia en la justicia interna, es oportuno preguntarse si un tribunal internacional está en capacidad de esclarecer una verdad histórica que nos ha sido esquiva durante 27 años. Es igualmente grave que los fallos de la Corte tengan cuestionamientos tan serios a sus procesos probatorios y a su carga argumentativa en fallos especialmente controversiales. La debilidad probatoria, la aplicación de dudosos precedentes y, en algunos casos, el abierto desconocimiento a los alegatos de una de las partes en litigio son razones suficientes para dudar de la independencia de los jueces de la Corte IDH, pero sobre todo, que fallan en Derecho.
En un acto de responsabilidad, nuestra dirigencia política debe replantear seriamente la pertenencia del país en la Corte Interamericana, es decir, promover una reforma de sus estatutos de tal forma que sólo tenga carácter consultivo y no jurisdiccional. Colombia es uno de los Estados que más condenas ha tenido en el sistema interamericano. Mientras las condenas de Brasil, Argentina, Chile y hasta Bolivia podrían contarse en cada caso con los dedos de la mano (por no mencionar las inexistentes hacia Estados Unidos o Canadá), las de Colombia ya van en 23. Por eso tenemos la legitimidad moral y política para promover dicha reforma.
De lo contrario, sea cual sea la estrategia de los abogados que nos representen, la Corte IDH seguirá condenando al Estado colombiano. Y los ciudadanos seguiremos pagando el costo.
Publicado en Revista Posición, 1 de marzo de 2013.
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