El periodista y el Obispo

Érase una vez un país de costumbres conservadoras, en el que el poder político, judicial y mediático solían tenerlo individuos que se auto-definían como liberales, pero sobre todo, como progresistas. En este país, las controversias públicas se resolvían en los estrados judiciales, ¡tal era su tolerancia a las opiniones ajenas! Pocos resistían la tentación de vencer a su antagonista tratando de propinarle un carcelazo, y así dejarle claro a los demás que si se querían meter con él, debían pensarlo dos veces, que les tocaba cuidarse. 

En este, como en cualquier país, cada cual se dedicaba a lo suyo: los periodistas a informar, los comerciantes a negociar, los intelectuales a pensar, los curas a predicar. Un día, un buen Obispo, reconocido por su claridad para expresarse  públicamente, escribió una carta a sus feligreses sobre temas sensibles que requerían orientación espiritual y moral. Algunos de sus compañeros no entendían muy bien porqué mientras ellos hablaban de paz con los rebeldes, de ofertas de facilitación y otras formas de protagonismo gratuito, el Obispo insistía en hablar públicamente de temas morales controversiales. 

Aunque no era el destinatario de la carta (lo eran en primer lugar los sacerdotes, los religiosos y los laicos), un periodista de aquel país se sintió aludido. Ofendido, más bien. La carta no predicaba que la homosexualidad era una opción tan válida y normal como cualquier otra, como a él le gustaba pensar y decir libremente, sino que, por el contrario, reiteraba lo que la mayoría de la gente pensaba y trataba de vivir en aquel país: que el matrimonio era entre un hombre y una mujer, que el matrimonio heterosexual era la base de la familia y, sobre todo, que un católico no debía aprobar estas uniones porque iban en contra de la ley moral natural. 
El periodista, que cada vez que tenía oportunidad decía que no era el representante de la comunidad gay, pero actuaba como tal, resolvió demandar judicialmente al Obispo. Además de saciar su furia porque el Obispo no pensaba ni actuaba como él, buscaba llevarlo a la cárcel, a ver si se acababa de una vez la cantaleta y las metáforas tan incómodas para él y los suyos. El fanatismo con el que encaró la causa se reveló en un diálogo con unos amigos suyos, en el que dejó entrever que lo suyo no era ninguna batalla por unos ideales nobles: “queremos ver condenas”, les dijo. En otra época, un personaje de este talante habría dicho: “queremos ver sangre u hogueras ardiendo”. Pero ya los tiempos no estaban para eso, y la tiranía era más sutil y aceptada por quienes tenían los altavoces. 

Que en la conducta del Obispo no hubiera habido realmente discriminación, es decir, “un trato de inferioridad a una persona o comunidad”, como lo definía el Diccionario, no importaba. Que el mismo estatuto anti-discriminación con el que pretendía condenar al Obispo reprochara también la discriminación por razón de la religión o de la ideología, lo cual más bien lo señalaba a él, era un asunto menor: el periodista justiciero quería cobrarle al Obispo que tuviera convicciones no negociables.    
En la conversación con sus amigos, el periodista, con fingido humor, quizás para ocultar su maledicencia, le reprochó al infractor no haber leído las sentencias judiciales que prohíben la discriminación contra los homosexuales, que para él eran como palabra revelada. Sin embargo, él mismo parece haber pasado por alto una parte de la carta del Obispo. De haberlo hecho, habría contribuido a la economía judicial y a la tolerancia: “Nada tiene la Iglesia contra los homosexuales o contra el reconocimiento de sus legítimos y auténticos derechos [...] Sabemos bien que, con independencia de su orientación e incluso de su comportamiento sexual, toda persona humana tiene la misma dignidad fundamental, el mismo valor ante Dios y ante el Estado”. Como no la leyó, continuó con su cacería. 

Publicado en Revista Posición, 6 de noviembre de 2012.

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