El lamento del perezoso, de Sam Savage
Andrew Whittaker es un escritor fracasado y editor de Soap, una revista literaria que lucha por mantenerse a flote día tras día. Hacerlo quizás no sería tan difícil si el capitán de este barco no estuviese pasando por un difícil momento de soledad, sinsentido, amargura y frustración personal y profesional. El lamento del perezoso es la historia de un ser humano que encuentra en escribir la forma de ir dejando constancia de su penoso estado espiritual y anímico. Lo hace, además, porque es lo único que parece saber hacer. El libro es una detallada crónica de tres meses en los que a Whittaker lo va envolviendo la tristeza y el hastío por la vida. Él mismo es consciente de ello: “Todo a mi alrededor está en decadencia, o en rebeldía. Si al menos pudiera salir de mí mismo como se sale de una casa. Adiós, viejo amigo. Adiós, vieja tostadora, viejo sofá, viejo montón de revistas viejas. Subirme al tocón, sentir la corriente de viento refrescante que baja por la calle, sentirla soplar a través de mí. Ida sería siempre, al fin, la atascada mezcolanza de mí mismo que alguna vez me hizo parecer casi sólido” (p. 242).En este contexto, Whittaker escribe decenas de cartas: a los inquilinos que no le pagan el arriendo, a su hermana, y a la mujer de la que se separó hace poco. También a los colaboradores de la revista, muchos de los cuales rechaza con fingida amabilidad. Incluso escribe cartas –firmándolas con otro nombre– al director del periódico local para que reparen en su importancia literaria. Escribe infructuosamente una novela, aunque sin mayor hilación y pasión. Escribe listas de mercado y anuncios varios. En fin, escribe y escribe para disimular la soledad de quien en vez de diálogos y comunicaciones con las demás personas, empieza a tener soliloquios aburridos, intrascendentes, interminables y ociosos. Quizás el mejor efecto que Savage consigue con este libro es transmitirle dicho sentimiento al lector, con pocas posibilidades de despertar en él su solidaridad, toda vez que el hundimiento del escritor es absolutamente voluntario.
Ahora bien, con el ánimo de escudriñar en el trasfondo de El lamento del perezoso, voy a aventurar una hipótesis: A través de la parábola de este hombre solitario cuya situación se hace cada vez más patética, Savage plantea en este libro la posibilidad de una escritura desprovista de sentido, la cual, no obstante revela su carácter de desahogo, al mismo tiempo, pone en evidencia el drama del escritor que no tiene nada interesante que narrar, y que por supuesto, es incapaz de imaginar relatos ficticios bien construidos.
En este sentido, después de leer Firmin y ahora El lamento del perezoso, tengo la impresión de que Savage transmite en sus obras un sofisticado y sutil nihilismo: la idea de que la vida es aburrida, que sólo la literatura puede paliar tal sinsentido, y que los individuos son seres solitarios que establecen básicamente relaciones funcionales, cuando no frustrantes y conflictivas. No es un nihilismo a lo Sartre, de desesperación, angustia o rebeldía, sino de conformismo, de tedio cotidiano, de progresiva bajeza moral, de acostumbramiento, es decir, plenamente posmoderno. Quizás por eso Whittaker le escribe así a su amiga Vikki: “Me siento vacío, hueco, con el corazón arrancado. Miro mi interior y es como escrutar una cisterna vacía. Le dirijo un grito: “¿Hay alguien ahí abajo?” Puedes imaginar lo que obtengo por respuesta” (p. 244).
Aunque uno disfruta del sarcasmo y el humor negro de Savage, el riesgo con sus libros es contagiarse de una actitud nihilista y tediosa ante la vida. Y de paso, aburrirse leyéndolos.
Bogotá, 11 de mayo de 2010.
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