El Mariscal que vivió de prisa, de Mauricio Vargas
El Mariscal que vivió de prisa es una erudita novela acerca la vida de Antonio José de Sucre, uno de los protagonistas decisivos de nuestra historia republicana, que no solo exhibe una prosa impecable, sino que le transmite al lector la pasión y documentación de su autor por la vida del Gran Mariscal de Ayacucho. En el año en que en América Latina se empieza a conmemorar el bicentenario de la independencia de nuestras naciones, esta obra ofrece un vibrante relato de aquellos años en los que se selló la emancipación de la Madre Patria por parte de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, a partir del lente de uno de sus personajes principales. Al modo de una detallada y rigurosa crónica, el libro cuenta la vida de uno de los precursores de la emancipación de estas repúblicas, de un general admirable que, a pesar de su corta edad y sus glorias, sólo anhelaba la paz y el sosiego de la vida familiar. Por pasajes la prosa de El Mariscal que vivió de prisa adquiere cierto tono ensayístico y se hace un poco difícil, quizás por la cantidad de cosas que el autor quiere contar. Sin embargo, un aspecto encomiable del texto es la recreación de la forma de hablar de la época, la cual, mediante un cuidado lenguaje introduce refranes populares, dándole a la obra un tono de leyenda, aunque mejor sea decir, de epopeya.
Las palabras de Bolívar, quien fuera su jefe, maestro y confidente, describen al Mariscal con precisión: “Como soldado fuiste la victoria, como magistrado la justicia, como vencedor la clemencia, y como amigo la lealtad” (p. 352). Y es que militarmente, Antonio José de Sucre fue ante todo un general leal al Libertador. La amistad de los dos próceres es descrita por Mauricio Vargas como una relación de obediencia castrense y al mismo tiempo de amor filial.
Conquistador de la libertad patriota, y de muchas de las damas andinas, guerrero ejemplar, hombre de Estado aunque torpe para las cuestiones administrativas, Sucre soñaba con retirarse a su corta edad –murió a los 35 años– a vivir en Guayaquil con su hija y con la mujer con quien las urgencias de las batallas no le dejaron el tiempo necesario sino para casarse por medio de un apoderado.
Como la vida de los héroes está signada por la tragedia, la de Sucre no es la excepción: las batallas que el Gran Mariscal ganó en el terreno las fue perdiendo en los escritorios gubernamentales y en los salones de las élites criollas donde los rumores nunca estuvieron a la altura de su genio militar y político. Sucesor natural de Bolívar, Sucre se convirtió en un obstáculo para quienes querían al Libertador en el retiro.
La grandeza de Sucre se combina con la mezquindad con la que las élites políticas recibieron sus triunfos. “El hombre que había luchado durante más de una década por la libertad de Venezuela y de la Nueva Granada, que había vencido a los españoles en Pichincha para asegurar la de Quito y Guayaquil, que los había derrotado en Ayacucho para garantizar la del Perú y que había fundado Bolivia tras ganársela de mano a los argentinos, el general, que con sus batallones y su diplomacia había labrado como pocos el futuro de medio continente, se había convertido en un juguete del destino a quien sus enemigos agazapados enviaban aquí y allá, primero a su tierra natal para sacarlo de la baraja presidencial por una norma constitucional, y luego al sur, tras el espejismo de reencontrarse con su esposa y su hija, y con la excusa de contener a Flores en una misión para la cual Obando ya había sido enviado a Pasto” (p. 351).
Por eso su muerte temprana y violenta estaba cantada. Él mismo la presintió, y por eso no le rehuyó la fatal cita en el camino de Berruecos. El crimen, que como todos los magnicidios de nuestra patria quedó en la impunidad, fue ejecutado, según indican todas las pruebas, por los hombres de Obando, quien sería el sucesor de Francisco de Paula Santander. “Bonita república la que tenemos –comentó, pasado de aguardientes, un comerciante de la capital–, el sucesor de Santander mandó a matar al sucesor de Bolívar” (p. 372). Desde allí y hasta nuestros días, el genio de algunos líderes ha sellado su destino fatal.
Ojalá El Mariscal que vivió de prisa lo lean muchos, sobre todo tantos cortos de memoria que olvidan que nuestra historia se sigue tejiendo sobre los mismos hilos: entre la grandeza que Colombia siempre ha vislumbrado en el horizonte –acaso nunca como en la época en la que, junto con Ecuador y Venezuela pudimos ser una sola y poderosa nación–, que contrasta con las inquinas y las divisiones intestinas de unos políticos y militares (que por influjo de Sucre volvieron a los cuarteles) que se resisten a estar a la altura de las circunstancias, y hacen de nuestra vida una sucesión de tragedias.
Ojalá El Mariscal que vivió de prisa lo lean muchos, sobre todo tantos cortos de memoria que olvidan que nuestra historia se sigue tejiendo sobre los mismos hilos: entre la grandeza que Colombia siempre ha vislumbrado en el horizonte –acaso nunca como en la época en la que, junto con Ecuador y Venezuela pudimos ser una sola y poderosa nación–, que contrasta con las inquinas y las divisiones intestinas de unos políticos y militares (que por influjo de Sucre volvieron a los cuarteles) que se resisten a estar a la altura de las circunstancias, y hacen de nuestra vida una sucesión de tragedias.
Bogotá, 27 de enero de 2010.
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