Las benévolas, de Jonathan Littell

¿Qué pasaba por la mente de un oficial de las SS que durante la II Guerra Mundial dio de baja a cientos de hombres? ¿Qué pasaba en el interior de ese soldado germano cuya acción era parte de un gran engranaje que tenía como objetivo dominar Europa, implementando para ello la aniquilación del pueblo judío? En el contexto de la campaña del ejército alemán en Ucrania y Rusia Las benévolas, de Jonathan Littell, se adentra en estas preguntas para mostrar, por medio de un detallado, documentado y extenso relato que detrás de dicha contienda había soldados de carne y hueso, con amores y desamores, con estadios de lucidez y desvaríos, con arribismos y deseos sinceros de cumplir el deber. Littell parece querernos decir que, en 1941, para muchos ciudadanos del Viejo Continente, la guerra era una forma de vida. Que implicaba una rutina, unos procedimientos que se seguían por inercia, aunque cada tanto la consciencia hiciera las preguntas incómodas de siempre. “Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa” (p. 25).

En la guerra, matar al enemigo es un deber. Un imperativo que pone a prueba la valentía y el honor, y que no admite cuestionamientos. Algunos no lo pudieron sobrellevar, y perdieron la cordura. Pero casi todos se acostumbraban, aunque no del mismo modo, cuenta Littell: “Ahora podía diferenciar tres formas de ser entre mis colegas. Estaban, en primer lugar, esos que, aunque intentasen disimularlo, mataban con voluptuosidad; ya he hablado de ellos, eran criminales que habían salido a flote merced a la guerra. Estaban luego los asqueados, que mataban por deber, sobreponiéndose a la repugnancia, por amor al orden; y, por fin, estaban quienes consideraban a los judíos como animales y los mataban igual que un carnicero degüella una vaca, una tarea grata o ardua según el humor o la disposición” (p. 114).

Es una idea extendida en Occidente que la cultura nos salvará de la guerra, de la barbarie, y que, a mayor conocimiento y cultura habrá mayores condiciones sociales de pacificación. Por citar un caso reciente, y de nuestra situación, William Ospina escribía que “El gran error de Álvaro Uribe y de sus adoradores no está en lo que han hecho sino en lo que no sabrían hacer: creer que Colombia merece la oportunidad de un recomienzo, convocando a una gigantesca transformación de las conciencias y de la conducta cuyo eje central sea la cultura. Si juzgamos por los recursos que le asignan, comparados con los descomunales presupuestos de la guerra, aquí siguen creyendo que la cultura es una suerte de ornamento inoficioso de la sociedad” (El Espectador, 6/12/2009). En este sentido, el mensaje de Littell es desgarrador, pero profundamente realista: “La cultura no nos protege de nada. Los nazis son la prueba. Puedes sentir una admiración profunda por Beethoven o Mozart y leer el Fausto, de Goethe, y ser una mierda de ser humano. No hay conexión directa entre la cultura con C mayúscula y tus opciones políticas” (El País, 27/10/2007). En efecto, la guerra total emprendida por el III Reich no estaba desprovista de conocimientos ni de cultura. Por el contrario, se sustentaba en una ideología que ha sido estudiada quizás hasta la saciedad. Uno de los enfoques más sugerentes es el de Michael Burleigh, que interpreta el nacionalsocialismo, el comunismo y el fascismo como religiones políticas, precisamente por su carácter doctrinario y su estudiada simbología. En Las benévolas, la paradoja no puede ser mayor, pues el protagonista de la obra es Doctor en Derecho, un hombre culto y leído, cuya ambición y su condición homosexual es mantenida en reserva gracias a su inteligente habilidad para manipular a los demás.

El relato de Littell está transido de nihilismo y de desesperanza. Allí los personajes nada pueden hacer para cambiar el sino de la historia. La guerra es un destino inexorable que nadie eligió, pero del que no se puede salir. Pero no se trata de una realidad pasada. De alguna forma es el presente de la civilización occidental, y de la Europa secularizada, incluso aunque el recuerdo de Adolf Hitler sea cada vez más lejano: “Cuando Dios desaparece, se nos presenta un dilema. Los valores deben referirse a algo, deben venir de algún lugar. En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos” (El País, 27/10/2007).

En el horizonte de la omnipresencia de la guerra, el protagonista parece pedirnos resignación: “[…] en verdad que vivimos en el peor de los mundos posibles. Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y, además, hemos aprendido la lección; no volverá a suceder. Pero ¿estáis completamente seguros de que hayamos aprendido la lección? ¿Estás seguros de que no volverá a suceder? ¿Estáis ni tan siquiera seguros de que se haya acabado la guerra? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, o, si no, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha” (p. 25).

En medio de un horizonte tan desesperanzador y terrible, Littell parece decirnos que quizás una forma de redimirse de la locura de la guerra consiste en contar lo que sucedió. Sin maquillarlo. Acaso con la misma sevicia con la que se ejecutó. Por eso, Las benévolas hace parte del elenco de libros que pretenden explicar la guerra, el hecho político por excelencia, pero sobre todo como lo que es en esencia: un profundo drama humano.

Bogotá, 7 de diciembre de 2009.

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