Olor a yerba seca, de Alejandro Llano
Los libros de memorias suelen ser tediosos e impúdicamente auto-elogiosos. Por fortuna, Olor a yerba seca no es ni lo uno, ni lo otro. De hecho se trata de un libro ameno, escrito por alguien que relata sus experiencias con modestia y simpleza –cosa por lo demás inusual en los académicos con prestigio–. Al fin y al cabo se trata de la vida de un filósofo cuyo espíritu socrático se pone en evidencia en las páginas de este texto, donde se relata su búsqueda incesante de la verdad así como su disposición a dialogar con quienes no comparten sus posturas.Alejandro Llano es sin duda uno de los filósofos españoles contemporáneos más importantes en Hispanoamérica. Sus memorias constituyen una obra de sumo interés, pues su vida ha transcurrido en agitados momentos de la vida española: los convulsos años sesenta, el auge y el ocaso de la dictadura franquista, el revuelo social y político del terrorismo de ETA, la transición de España a la democracia, las intríngulis del ámbito universitario en aquél país, sus experiencias como miembro de la prelatura del Opus Dei, pero sobre todo, las diversas facetas de quien ha vivido con fruición la vida universitaria: como estudiante, como doctorando, como académico, como profesor, como Decano, y como Rector. De todas ellas, me interesa destacar su papel como filósofo en dos facetas: como estudiante, y como profesor.
En un entorno de tanta apatía intelectual, y específicamente filosófica como el actual, causa una verdadera satisfacción el relato de un estudiante universitario apasionado por el saber. Su carrera universitaria, elegida a costa del disgusto familiar, y adelantada en una primera etapa en la Universidad de Madrid, y luego en la Universidad de Valencia, se caracteriza por el estudio amplio de miras de las cuestiones filosóficas más relevantes. Pero además, por el empeño en cultivar una formación que cada día está más en vías de extinción, esto es, aquella que conjuga un sólido conocimiento del pensamiento clásico con el dominio de las corrientes contemporáneas más influyentes. En este sentido, al conocimiento de Aristóteles, Platón y Santo Tomás, Llano ha incorporado el estudio juicioso de Kant, Hegel, Wittgenstein, y el trato personal con algunos de los autores del siglo XX más importantes, como McIntyre, Spaemann, Anscombe, así como sus maestros y colegas Millán-Puelles e Inciarte. Da gusto leer las memorias de quien como alumno no desaprovechaba ocasión para estudiar a fondo sus cursos, que tenía una actitud proactiva en clase, que discutía con los profesores controvirtiendo sus posturas, haciendo gala con ello de una verdadera vocación universitaria. Ello es más elocuente si se tiene en cuenta que buena parte de este espíritu intelectual transcurre bajo los efectos de mayo del 68, cuando buena parte de la vida académica europea fue colonizada por el escepticismo epistemológico, las ideologías políticas y las corrientes posmodernas.
Como profesor, Alejandro Llano ha vivido varias facetas muy sugerentes del mundo académico. Con unas estancias doctorales en Alemania, con ocasión de las cuales escribe: “no le deseo a mi peor enemigo doce horas seguidas de trabajo sobre Kant, en alemán y con mucha hambre” (p. 315), su disputada incursión en la universidad pública española, donde obtuvo la Cátedra de Metafísica en la Universidad Autónoma de Madrid, está llena de anécdotas que parecen un retrato de la politización de la universidad pública actual, sin excluir, por supuesto a las latinoamericanas. Del mismo modo, enfrentarse con la apatía de los estudiantes, las presiones políticas, y los sectarismos profesorales hacen de estos pasajes un relato muy sugerente por su vigencia. Pero además, la vida profesoral de Llano grafica la de tantos académicos con una honda vocación investigativa que, con la esperanza de encontrar un prolongado sosiego que les permita introducirse en los proyectos académicos pendientes, viven sorteando urgencias, encargos y actividades que, a la hora de la verdad, complementan la vida intelectual y hacen posible poner los pies en la tierra. En ese contexto nada utópico se hace más valioso el tiempo que puede dedicarse a la investigación, y las publicaciones que de allí emergen son apreciadas con mayor profundidad. Con tantas ocupaciones y cargos no vinculados directamente con la investigación, este profesor de la Universidad de Navarra ha logrado publicar 14 libros, muestra de lo que puede hacer la disciplina, pero sobre todo, de que las pasiones intelectuales pueden sobreponerse a las urgencias y los deberes inmediatos.
Finalmente, no puedo dejar de comentar la cuestión política en Alejandro Llano, planteada en varios pasajes del libro, la cual me ha sorprendido gratamente. Antes de leer el libro, confieso que tenía la idea –quizás ingenua, me dirán algunos españoles–, que entre 1939 y 1975, ser católico en España equivalía a ser franquista. En efecto, por cuenta del diseño estatal asumido por la Madre Patria en tal período, y que se ha denominado nacionalcatolicismo, se dio esta simbiosis en muchos ciudadanos, la misma de la que se valen los progresistas para descalificar el discurso público de los católicos, caricaturizando su postura (que tengo la impresión que hoy es minoritaria) como una nostalgia de la confesionalidad estatal. No obstante, leyendo Olor a yerba seca me he dado cuenta que, históricamente, Iglesia Católica y Franco no constituye una asociación necesaria. Aunque Llano no entra a hacer una radiografía de la Guerra Civil, y en este sentido no hay un diagnóstico acerca de lo ocurrido allí como una explicación histórica de los años de la posguerra y el profundo efecto que tal acontecimiento tuvo en las dos Españas, sus memorias ponen en evidencia que la vivencia coherente de la fe cristiana no está ligada necesariamente a la aprobación de una determinada forma política. Llano se precia de ser un socialdemócrata, y me consta que lo es por la lectura que hice hace unos años de su libro La nueva sensibilidad. Pero no es franquista, de hecho, el libro detalla su constante y consecuente crítica del régimen de Franco, al cual no duda en catalogar como dictatorial.
Ello me permite concluir dos aspectos que quizás, hoy en día muchos católicos pasan por alto. Primero, que la política contiene muchos aspectos opinables y debatibles, y por lo tanto es erróneo asumir que el cristianismo avala una determinada forma de gobierno o la resolución de algunas cuestiones políticas coyunturales, que son del resorte de quienes deben decidirlas y asumir las consecuencias de ello, y no constituyen apéndices de la Revelación. Lo segundo, que es erróneo pensar que la única forma en que el cristianismo puede tener vitalidad en la cultura y en la vida humana es mediante la adopción oficial y coactiva por parte del poder político de algunos de sus principios. O, que el Estado debe asumir cierto favoritismo hacia la Iglesia Católica que, las más de las veces, termina con la manipulación de sus jerarcas y de su misión espiritual a modo de legitimación, pero sobretodo, que rompe con el dualismo entre la política y la religión que es inherente a la doctrina social cristiana, y que el mismo Jesús recordó a sus discípulos cuando le preguntaron por el tributo al César.
Alejandro Llano es uno de tantos españoles que se cuestionó la conveniencia de la unión entre el Trono y el Altar, me parece que sobre todo porque en nombre de loables ideales seguramente, ese Trono coartaba la libertad. Pero sin ella es imposible entre otras cosas, filosofar. Si no, que lo diga Sócrates.
Bogotá, 25 de octubre de 2009.
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