Partidismo

El partidismo le restó legitimidad a las instituciones y convirtió el debate público en un diálogo de sordos. Favorecer a los amigos y perjudicar a los enemigos es su divisa, una forma de gregarismo tan antigua que la advirtió Platón. Los anglosajones se refieren a esto con el nombre de “partisanship” y el adjetivo “partisan”, que significa lealtad excesiva hacia una persona, un principio o un partido político. 

La evidencia empírica del partidismo institucional la ofreció la reciente encuesta Gallup al mostrar que la favorabilidad de casi todas las instituciones viene disminuyendo en el último lustro. El sistema judicial, el Congreso, la Corte Suprema de Justicia, la Corte Constitucional y la Policía son los casos más dramáticos. Quizás porque se perciben comprometidas en defender los intereses de ciertos sectores políticos, sociales y familiares a los cuales ajustan convenientemente sus decisiones y narrativas. Aunque ello las afianza entre sus incondicionales, afecta su credibilidad entre los ciudadanos.

Asimismo, ciertos representantes institucionales desprecian el argumento democrático porque lo identifican con populismo o con demandas irracionales. Quizás no sea casual que algunos de ellos sólo necesiten un puñado de votos para encumbrarse, aunque paradójicamente su salario se cubra con los impuestos de todos. En cualquier caso, desde las revoluciones burguesas del siglo XVIII en Occidente no existe otra justificación para gobernar que la soberanía popular. Luego, aquella decisión que no busque realizar bienes públicos carece de legitimidad y siembra un germen de tiranía que aprovecharán los oportunistas. En tal contexto, reivindicar la imparcialidad de la ley, la independencia de quienes la aplican y su responsabilidad ética y pública se ha vuelto casi transgresor. 

El partidismo, no obstante, también es intelectual. Por eso, si durante la negociación las críticas fueron despachadas como enemigas de la paz, ahora parece que la implementación requiere adherir a una suerte de maquiavelismo pacifista que no admite reparo alguno pues se escamotearía tan noble fin. Pero, ¿la firma no es acaso una fase previa a la dejación de las armas y el desmonte de las estructuras criminales? ¿Por qué deberíamos actuar ya como si todas las fases se hubieran cumplido? 

Y si de aquel lado piden celeridad para implementar lo pactado, de este lado debería exigirse el cumplimiento estricto de las fases. Ello requiere despartidizar las críticas a la implementación, pues resulta inconveniente que solo unos cuantos reclamen porque los guerrilleros se paseen por el Capitolio y la Plaza de Bolívar o enarbolen discursos revanchistas. Las exageraciones retóricas, sobra decirlo, también son una forma de partidismo.

Por ello, la acelerada discusión política acerca de la implementación del Acuerdo no debería impedir la construcción de un consenso ético en el país político y el país nacional cuyo propósito sea que la transición de las Farc a la vida civil sea honesta, transparente y pacífica. Esto no sucederá mientras tantos sigan empeñados en cruzar cuentas o en aplicar una denominación de origen a las críticas: se aceptan dependiendo quién las dice y no lo que se dice. Partidismo agobiante. 

Publicado en El Espectador, 24 de enero de 2017, p. 23.

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