Políticos, intelectuales y ciudadanos
El triste espectáculo de la reforma a la justicia ofreció una radiografía de tres sectores de nuestra sociedad: la clase política, los intelectuales y los ciudadanos.
La clase política hizo patente su mezquindad. Ejecutivo, legislativo y judicial fraguaron una reforma sobre la cual diferentes voces se cansaron de alertar sobre su inconveniencia e irrelevancia. Hicieron caso omiso. Gobierno y congresistas, amparados en la soberbia que da el disponer de la torta burocrática. Y los magistrados movidos por su irresponsabilidad jurídica y política que ya nadie discute. Tan penoso como el esperpento que se cocinó fue lo que vino después: gobierno y congresistas se acusaron mutuamente de la autoría del Frankenstein, como si no hubiera quedado claro hace tiempo que unos y otros eran los padres de la criatura. Desde el punto de vista institucional, lo más grave es lo que resolvieron hacer unos y otros para deshacer el entuerto: violar la Constitución.
El precedente que se creó es nefasto, aunque le cabe mayor responsabilidad al Presidente, pues como Jefe de Estado demostró que está dispuesto a sobrepasar los límites institucionales para defender a la clase política. La idea de que lo hizo porque sólo le quedaba ese camino no solo es falaz, sino que encubre la mezquindad de quien al comportarse desde el principio como el promotor de la iniciativa en su propio beneficio reeleccionista, perdió la autoridad moral para reclamar el apoyo de todo el país. Su falsa sorpresa a media noche, y el “yo respondo” son tan solo las muestras de que no actuó como Jefe de Estado, sino como jefe de una facción: la clase política.
Acá entran en escena los intelectuales, es decir, académicos, juristas y periodistas. Los mismos que han defendido a rajatabla la Constitución, que han insistido que las formas son sustanciales, aquellos defensores oficiosos de la Corte Constitucional y sus competencias, fueron los mismos que esta vez callaron ante la chambonada concertada entre el ejecutivo y el legislativo. Pero además, aportaron argumentos, contraevidentes y sofistas, para ayudar al gobierno a conjurar la crisis. Lo hicieron en nombre de una institucionalidad que quedó maltrecha desde el momento que los políticos se dejaron tentar por los cantos de sirena burocráticos y desataron a Ulises. Sin sonrojarse, quienes analizan todo desde el derecho terminaron recurriendo a gaseosas razones de Estado para justificar la salida inconstitucional.
Aunque en una democracia todas opiniones son válidas, el deber mínimo de un intelectual es ser coherente. Y no es coherente medir con un rasero distinto la institucionalidad cuando se trata de un gobernante que no nos gusta y cuando se trata de otro que no nos disgusta. Por eso sorprendió que los que otrora defendieron la normatividad vigente ante los intentos de reforma, les bastó el argumento falaz de que “el Presidente y el Congreso no tienen otra salida”. ¡Como si no fueran responsables ellos mismos de la sin salida!
Además de los pocos políticos que actuaron con la dignidad de no votar el esperpento, los ciudadanos mostraron que la indignación es una fuerza política movilizadora y aglutinadora, por encima de los colores políticos. Infortunadamente, un gobierno de gestos populistas hizo lo posible por evitar la expresión ciudadana vía referendo. Pero la radiografía está clara: ante una clase política que no quiere cambiar ni rendir cuentas, y que ante el menor descuido acrecienta descaradamente sus privilegios, hay una ciudadanía inconforme, desencantada, que quiere participar y estar bien representada. Después de esto, el único camino para hacer las reformas que los ciudadanos necesitan es una Asamblea Constituyente. Ojalá no la impidan ni los políticos ni los intelectuales.
Publicado en El Mundo, Medellín, 6 de julio de 2012, p. 3.

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