La faceta de cronista y ensayista de Mario Vargas Llosa siempre me ha parecido más interesante que la de novelista. Quizás porque en sus ensayos y artículos se ocupa de temas más universales. El Nobel de Literatura peruano ha publicado recientemente un breve ensayo titulado La civilización del espectáculo, en el que llama la atención sobre el hecho de que en el mundo actual el entretenimiento ocupa el primer lugar de la escala de valores, y por ello, divertirse o escapar del aburrimiento es la pasión universal.
En esta interesantísima obra, Vargas Llosa
reconoce que es un dinosaurio, un ser de otra época, en extinción, que mira con
nostalgia cómo la cultura de nuestro tiempo se ha convertido ante todo en un
divertimento emocional y pasajero. Aportando numerosos ejemplos y examinando
aspectos de la cultura como el deporte, la música, la política, la literatura y
el periodismo, el autor se queja de la tendencia de nuestro tiempo a convertir
las formas culturales en meras experiencias de entretenimiento. Aunque en ello
se le va cierto desprecio por la cultura popular, hay que reconocer que este
peruano universal, que ha vivido en varios países (España, Francia, Inglaterra,
Bolivia y Perú), que conoce personalmente muchos lugares de la geografía
universal, y que toda su vida ha estado familiarizado con las letras, el arte,
la música, el teatro y el cine, tiene todas las credenciales para formular una
crítica de esta naturaleza. Aunque fuera solamente por eso, su reclamo debería
ser escuchado.
Algunos podrían leer su crítica como el lamento
de un esnobista o de un privilegiado cultural y económicamente. No obstante, lo
que subyace a la misma es la genuina preocupación porque al vivir en una
sociedad banal y efímera el ser humano se idiotice y deje de formularse
preguntas serias. Y es que el Nobel concibe la cultura no como un mero
entretenimiento para las masas ni como un acto de esnobismo de las élites, sino
como el ejercicio humano de cuestionamiento, reflexión y deleite espiritual ante
lo que nos rodea. No se trata de proponer que desaparezcan el entretenimiento o
la diversión, tan sólo que no ocupen el lugar central y despótico que han
adquirido en la civilización del espectáculo.
Esta concepción es totalmente coherente en
alguien que siempre se ha entendido como un escritor comprometido, que asume
posiciones, firma manifiestos, opina de los temas de actualidad e interviene en
política. Cuando cumplen este rol público, a los escritores e intelectuales no
les asiste una especial lucidez. Baste leer en nuestros diarios a los Ospina,
Vásquez, Gamboa o Abad Faciolince.
Hace ya un tiempo comenté el
liberalismo de Vargas Llosa en estas páginas. Vuelvo sobre ello. En este libro,
su postura aparece próxima al liberalismo clásico y al conservadurismo: La
defensa de las libertades lo lleva a reconocer que las mismas se insertan en
tradiciones y contextos culturales –como la familia, la Iglesia y la escuela– sin
los cuales pierden su razón de ser. Por eso el escritor defiende un “liberalismo
conservador” muy sugerente, según el cual las libertades no se desvirtúan si
van acompañadas de una honda vida espiritual, que es precisamente a lo que la
cultura nos permite acceder. Aquella que está representada en un Picasso o un Dalí, más que en Damien Hirst; en Los Miserables y en Crimen y
Castigo, más que en El código da Vinci; o en las Cuatro Estaciones, más que en un reggaetón. Sin embargo, es
indudable que, infortunadamente para cada vez más personas hoy en día, aquellas
obras son como fósiles de dinosaurio.
Publicado en El Mundo, Medellín, 22 de junio de 2012.
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