Legitimidad como tarea
Seguramente, con el ánimo de dotar su opinión sobre el caso de Luis Carlos Restrepo con un profundo sustento desde la Teoría política y el Derecho constitucional, la columnista María Jimena Duzán, dijo en estos días que acá existe “una guerra declarada, sin armas, pero tremendamente pugnaz y violenta contra las instituciones en Colombia, contra el Estado de Derecho colombiano […] Realmente, una parte del establecimiento colombiano (se refería al uribismo) está diciendo que desconoce el Estado de Derecho. Y eso me parece mucho más grave que los atentados de las Farc en Tumaco”.
Esta opinión, absurda y desproporcionada, no merecería mayor importancia sino recogiera una idea común entre formadores de opinión y algunos incautos: que quien cuestione las decisiones de nuestra justicia está promoviendo la desinstitucionalización del país. Que quien se indigne –acá sí no sería válido hacerlo– con ciertas decisiones o comportamientos de nuestros jueces y fiscales, desconoce las reglas del Estado de Derecho, y se convierte en un potencial subversivo. La discusión es importante, porque pone sobre la mesa el tema de la legitimidad de nuestras instituciones políticas.
Ciertamente, las instituciones democráticas son legítimas por ser expresiones del pueblo, y por estar enmarcadas en la legalidad. Sin embargo, la legitimidad es una tarea por realizar día a día con acciones concretas, desarrollando la finalidad y los valores que dichas instituciones buscan promover. También éstas son susceptibles de corromperse por cuenta del comportamiento de sus miembros. Por ello, así como la legitimidad del Congreso se puso en entredicho con el fenómeno de la parapolítica, asimismo, la legitimidad del Ejecutivo se deterioró notablemente con la filtración de dineros del narcotráfico a la campaña presidencial de 1994. Ahora, si esto ha sido así, ¿por qué algunos ni siquiera contemplan la posibilidad de que la cuestionable actuación de ciertos jueces y fiscales pongan en duda la legitimidad del poder judicial?
Y es que, si se considera el vergonzoso índice de impunidad que ostentamos, la archi- conocida congestión judicial, la politización de la justicia, los carruseles pensionales, la justicia espectáculo, las cacerías de brujas, la credibilidad casi absoluta a las versiones de los delincuentes, el doble rasero con el que se aplica la ley penal, el subjetivismo de a quiénes se considera “un peligro para la sociedad”, las privaciones de la libertad que terminan en tardías absoluciones, entre otras, me parece que, más bien, habría que concluir que la justicia colombiana, tal y como está operando hoy en día, constituye un profundo factor de desestabilización institucional y de incertidumbre para el ciudadano. Dicho de otro modo, que su legitimidad, probidad y transparencia están en entredicho.
Por eso, a propósito del caso del ex comisionado, conviene plantear el asunto de otro modo: Precisamente, como un Estado de Derecho garantiza los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos, éstos tienen libertad para asilarse. En un Estado de Derecho los ciudadanos son libres de opinar con libertad sobre lo que hacen los demás, ¡aún los jueces y fiscales! En un régimen tiránico eso no sucede porque hay presos políticos, porque hay procesos sumarios, sin garantías, delitos de opinión, y los jueces, brazos dóciles de otros poderes, actúan como verdugos.
Publicado en El Mundo, Medellín, 17 de febrero de 2012.
Esta opinión, absurda y desproporcionada, no merecería mayor importancia sino recogiera una idea común entre formadores de opinión y algunos incautos: que quien cuestione las decisiones de nuestra justicia está promoviendo la desinstitucionalización del país. Que quien se indigne –acá sí no sería válido hacerlo– con ciertas decisiones o comportamientos de nuestros jueces y fiscales, desconoce las reglas del Estado de Derecho, y se convierte en un potencial subversivo. La discusión es importante, porque pone sobre la mesa el tema de la legitimidad de nuestras instituciones políticas.
Ciertamente, las instituciones democráticas son legítimas por ser expresiones del pueblo, y por estar enmarcadas en la legalidad. Sin embargo, la legitimidad es una tarea por realizar día a día con acciones concretas, desarrollando la finalidad y los valores que dichas instituciones buscan promover. También éstas son susceptibles de corromperse por cuenta del comportamiento de sus miembros. Por ello, así como la legitimidad del Congreso se puso en entredicho con el fenómeno de la parapolítica, asimismo, la legitimidad del Ejecutivo se deterioró notablemente con la filtración de dineros del narcotráfico a la campaña presidencial de 1994. Ahora, si esto ha sido así, ¿por qué algunos ni siquiera contemplan la posibilidad de que la cuestionable actuación de ciertos jueces y fiscales pongan en duda la legitimidad del poder judicial?
Y es que, si se considera el vergonzoso índice de impunidad que ostentamos, la archi- conocida congestión judicial, la politización de la justicia, los carruseles pensionales, la justicia espectáculo, las cacerías de brujas, la credibilidad casi absoluta a las versiones de los delincuentes, el doble rasero con el que se aplica la ley penal, el subjetivismo de a quiénes se considera “un peligro para la sociedad”, las privaciones de la libertad que terminan en tardías absoluciones, entre otras, me parece que, más bien, habría que concluir que la justicia colombiana, tal y como está operando hoy en día, constituye un profundo factor de desestabilización institucional y de incertidumbre para el ciudadano. Dicho de otro modo, que su legitimidad, probidad y transparencia están en entredicho.
Por eso, a propósito del caso del ex comisionado, conviene plantear el asunto de otro modo: Precisamente, como un Estado de Derecho garantiza los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos, éstos tienen libertad para asilarse. En un Estado de Derecho los ciudadanos son libres de opinar con libertad sobre lo que hacen los demás, ¡aún los jueces y fiscales! En un régimen tiránico eso no sucede porque hay presos políticos, porque hay procesos sumarios, sin garantías, delitos de opinión, y los jueces, brazos dóciles de otros poderes, actúan como verdugos.
Sería preferible que algunos exfuncionarios no se asilaran. Pero si lo hacen, eso no necesariamente habla mal de ellos. Habla mal de nuestro poder judicial. Quizás lo que algunos no soportan es que haya quedado en evidencia una vez más.
Apostilla: ¿Por qué quienes condenaron las chuzadas del DAS no han formulado ningún reparo al hecho de que Baltasar Garzón, condenado por ordenar chuzar teléfonos, continúe como asesor del Gobierno? Publicado en El Mundo, Medellín, 17 de febrero de 2012.
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