¿Los colombianos somos violentos?
Reflexiones sobre La Nación soñada.
Un profundo estímulo intelectual constituye la lectura de la última obra de Eduardo Posada Carbó La Nación soñada. Violencia, liberalismo y democracia en Colombia (Norma, Bogotá 2006).
Pienso que el libro tiene dos propósitos. En primer lugar, se ocupa del estereotipo de Colombia como un país violento y en ese sentido pretende responder a la pregunta que he escrito como título de esta entrada. Con una numerosa documentación de libros, trabajos académicos y recortes de prensa, el autor refuta elegante y lúcidamente el llamado “discurso letrado” que retrata a los colombianos como seres violentos e intolerantes que históricamente han resuelto sus conflictos por medio de las armas.
Pizarro Leongómez ha resumido algunos de estos lugares comunes: “no ha habido nunca un sistema realmente democrático”. “La violencia ha sido la forma dominante de la acción política, tanto en el siglo XIX como en el XX”. “El Estado es totalmente ilegítimo”. “Las elecciones periódicas desde el inicio de la República en 1821 hasta hoy han sido todas una farsa continua”. “En Colombia no existen ciudadanos sino clientelas”. “La guerrilla surgió aquí por el bloqueo total a la participación democrática”. “En nuestro país domina una cultura de la violencia”. “La conducta de los colombianos está dominada por una cultura mafiosa” (Cfr. Eduardo Pizarro Leongómez, Subversión de los lugares comunes, en El Tiempo, 8 de Octubre de 2006).
En ese sentido, el libro es un notable desafío a los intelectuales colombianos, quienes desde hace décadas han ido repitiendo tal estribillo sin mayor análisis y rigor académico.
Me parece encomiable el juicio con el que Posada Carbó señala las imprecisiones y ligerezas de políticos, columnistas, académicos y escritores acerca de la nacionalidad colombiana así como la paciencia y ponderación con la que contrasta tales aseveraciones con estudios y opiniones más serias y mejor fundadas. Me parece que en el modus operandi del historiador barranquillero en estas páginas hay un derrotero muy sugerente para lo que debe ser el trabajo intelectual y académico.
Ahora bien, aunque el libro tiene tan solo unos meses de publicado en un país en el que semanalmente se encuentran novedades en las librerías, no me parece que hasta ahora haya fomentado el suficiente debate a partir de sus tesis. Incluso he podido leer comentarios de Carlos Caballero Argáez, Eduardo Pizarro Leongómez y José Obdulio Gaviria elogiándolo, pero desconozco si alguno de los formadores de opinión cuestionados en el texto ha hecho ya su examen de conciencia y lo ha dado a conocer al menos sucintamente.
Quizás muchos de los intelectuales que allí han sido aludidos optarán por el silencio: de hecho los deja en una situación pública incómoda al denunciar su falta de crítica de los lugares comunes que muchos colombianos hemos repetido inconscientemente durante años.
En segundo lugar, el libro sostiene la tesis de que la tradición republicana, democrática y liberal de Colombia ha sido desvalorada, desconocida y poco defendida intelectualmente. Posada Carbó ve aquí suficientes razones para una revisión de la historia republicana de Colombia, para una interpretación más realista del conflictivo presente y para ofrecer razones de orgullo a los colombianos por el hecho de serlo.
Comparto el análisis del libro de la historia republicana de la violencia, la democracia, y la filosofía liberal, y destaco su sensata opción por un concepto procedimental y minimalista de la democracia –siguiendo a Schumpeter para quien ésta es la competencia libre por el voto libre– y del liberalismo –como limitante del poder del Estado y la no concentración de éste en una sola persona–.
Pero creo que en este punto el trabajo es muy discutible. Es necesario reconocer que el elemento político no ha sido entre nosotros lo suficientemente cohesionante como para pensar que una revaloración del mismo permita promover un orgullo y una identificación social consistente, por lo menos, si se dejan de soslayar debidamente otros elementos que han marcado decisivamente nuestra historia, no solo republicana. Me refiero al catolicismo, la lengua española, el mestizaje –uno de los más homogéneos de América Latina– y la ausencia de fuerzas regionalistas centrífugas, tal como consta en un estudio de Bejarano y Pizarro Leongómez que cita el autor.
Asumiendo la riqueza de la tradición cívica colombiana y el rechazo de caudillismos y dictaduras, habría que ir más allá en los elementos definitorios de nuestra identidad como nación.
No digo que no deseo que tales elementos políticos se pongan por encima de las tantas diferencias que existen entre los colombianos y nos desunen. Tampoco niego el carácter cohesionante de lo político. Lo que señalo es que el elemento político no suele ser el componente más fuerte de las identidades comunitarias y que ello obliga a no esperar de éste más de lo razonable.
Asimismo, ojalá se revisara e interpretara, como sugiere el autor, la historia y el presente político de Colombia en clave no prejuiciada y con la disposición a reconocer sus elementos valiosos y excepcionales con el resto de América Latina. Eso nos haría una nación que reconoce y valora su pasado, pero a su vez, esto no le impide señalar y asumir sus males y problemas.
Pero probablemente, en este punto Posada Carbó escribe más con ilusión que con realismo. Pues finalmente para él, siguiendo a Rorty, uno debe ser leal con la nación soñada, más que con la que se despierta cada mañana. Y es verdad.
Arequipa, 22 de Febrero de 2007.
Un profundo estímulo intelectual constituye la lectura de la última obra de Eduardo Posada Carbó La Nación soñada. Violencia, liberalismo y democracia en Colombia (Norma, Bogotá 2006).
Pienso que el libro tiene dos propósitos. En primer lugar, se ocupa del estereotipo de Colombia como un país violento y en ese sentido pretende responder a la pregunta que he escrito como título de esta entrada. Con una numerosa documentación de libros, trabajos académicos y recortes de prensa, el autor refuta elegante y lúcidamente el llamado “discurso letrado” que retrata a los colombianos como seres violentos e intolerantes que históricamente han resuelto sus conflictos por medio de las armas.
Pizarro Leongómez ha resumido algunos de estos lugares comunes: “no ha habido nunca un sistema realmente democrático”. “La violencia ha sido la forma dominante de la acción política, tanto en el siglo XIX como en el XX”. “El Estado es totalmente ilegítimo”. “Las elecciones periódicas desde el inicio de la República en 1821 hasta hoy han sido todas una farsa continua”. “En Colombia no existen ciudadanos sino clientelas”. “La guerrilla surgió aquí por el bloqueo total a la participación democrática”. “En nuestro país domina una cultura de la violencia”. “La conducta de los colombianos está dominada por una cultura mafiosa” (Cfr. Eduardo Pizarro Leongómez, Subversión de los lugares comunes, en El Tiempo, 8 de Octubre de 2006).
En ese sentido, el libro es un notable desafío a los intelectuales colombianos, quienes desde hace décadas han ido repitiendo tal estribillo sin mayor análisis y rigor académico.
Me parece encomiable el juicio con el que Posada Carbó señala las imprecisiones y ligerezas de políticos, columnistas, académicos y escritores acerca de la nacionalidad colombiana así como la paciencia y ponderación con la que contrasta tales aseveraciones con estudios y opiniones más serias y mejor fundadas. Me parece que en el modus operandi del historiador barranquillero en estas páginas hay un derrotero muy sugerente para lo que debe ser el trabajo intelectual y académico.
Ahora bien, aunque el libro tiene tan solo unos meses de publicado en un país en el que semanalmente se encuentran novedades en las librerías, no me parece que hasta ahora haya fomentado el suficiente debate a partir de sus tesis. Incluso he podido leer comentarios de Carlos Caballero Argáez, Eduardo Pizarro Leongómez y José Obdulio Gaviria elogiándolo, pero desconozco si alguno de los formadores de opinión cuestionados en el texto ha hecho ya su examen de conciencia y lo ha dado a conocer al menos sucintamente.
Quizás muchos de los intelectuales que allí han sido aludidos optarán por el silencio: de hecho los deja en una situación pública incómoda al denunciar su falta de crítica de los lugares comunes que muchos colombianos hemos repetido inconscientemente durante años.
En segundo lugar, el libro sostiene la tesis de que la tradición republicana, democrática y liberal de Colombia ha sido desvalorada, desconocida y poco defendida intelectualmente. Posada Carbó ve aquí suficientes razones para una revisión de la historia republicana de Colombia, para una interpretación más realista del conflictivo presente y para ofrecer razones de orgullo a los colombianos por el hecho de serlo.
Comparto el análisis del libro de la historia republicana de la violencia, la democracia, y la filosofía liberal, y destaco su sensata opción por un concepto procedimental y minimalista de la democracia –siguiendo a Schumpeter para quien ésta es la competencia libre por el voto libre– y del liberalismo –como limitante del poder del Estado y la no concentración de éste en una sola persona–.
Pero creo que en este punto el trabajo es muy discutible. Es necesario reconocer que el elemento político no ha sido entre nosotros lo suficientemente cohesionante como para pensar que una revaloración del mismo permita promover un orgullo y una identificación social consistente, por lo menos, si se dejan de soslayar debidamente otros elementos que han marcado decisivamente nuestra historia, no solo republicana. Me refiero al catolicismo, la lengua española, el mestizaje –uno de los más homogéneos de América Latina– y la ausencia de fuerzas regionalistas centrífugas, tal como consta en un estudio de Bejarano y Pizarro Leongómez que cita el autor.
Asumiendo la riqueza de la tradición cívica colombiana y el rechazo de caudillismos y dictaduras, habría que ir más allá en los elementos definitorios de nuestra identidad como nación.
No digo que no deseo que tales elementos políticos se pongan por encima de las tantas diferencias que existen entre los colombianos y nos desunen. Tampoco niego el carácter cohesionante de lo político. Lo que señalo es que el elemento político no suele ser el componente más fuerte de las identidades comunitarias y que ello obliga a no esperar de éste más de lo razonable.
Asimismo, ojalá se revisara e interpretara, como sugiere el autor, la historia y el presente político de Colombia en clave no prejuiciada y con la disposición a reconocer sus elementos valiosos y excepcionales con el resto de América Latina. Eso nos haría una nación que reconoce y valora su pasado, pero a su vez, esto no le impide señalar y asumir sus males y problemas.
Pero probablemente, en este punto Posada Carbó escribe más con ilusión que con realismo. Pues finalmente para él, siguiendo a Rorty, uno debe ser leal con la nación soñada, más que con la que se despierta cada mañana. Y es verdad.
Arequipa, 22 de Febrero de 2007.
Comentarios